Adrian Zapata

zapata.guatemala@gmail.com

Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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La semana pasada, en la Ciudad de México, tuve el privilegio de ser vacunado contra la Covid-19. Fue una experiencia impresionante.

El pasado 26 de marzo en el periódico La Jornada, Pablo Espinosa publicó un artículo que tituló “No duele, lloro de gratitud, niña”, en el cual hace una conmovedora reseña de un hecho ocurrido dentro del proceso de vacunación que está en marcha en ese país hermano y que al día de ayer había cubierto a 5,635,672 personas mayores de 60 años, estrategia gubernamental que continuará ya que el estado acordó la compra de más de 234 millones de dosis de cinco prototipos diferentes de vacunas.

El título del artículo de Espinosa hace referencia a la emoción de uno de los vacunados, cuando lloraba, no porque le doliera el pinchazo, sino que debido a que la aguja de la jeringa le había tocado el corazón, provocándole una emoción intensa. Era una vacuna que, al dotarlo de la capacidad de enfrentar el coronavirus, también le fortalecía la dignidad que se puede ver erosionada cuando la sociedad y el Estado marginan a los “viejos”. El trato recibido durante la vacunación había sido no sólo respetuoso, sino hasta lleno de ternura. La amable sonrisa de quienes lo recibían, la agilidad del proceso que no le daba tiempo de sentirse abandonado en una fila y la claridad de las indicaciones que lo guiaron en todos los pasos que siguió, adecuadamente organizados, le daban esa emoción que lo hacía llorar de gratitud.

Cuando leí lo escrito por Espinosa me sentí reflejado en esa emoción que él describe, con el significativo agregado que yo soy extranjero y fui tratado de igual manera. Al salir del recinto donde recibí la inmunización habían transcurrido apenas 53 minutos desde que había entrado. En ese momento pensé en lo que ha sido México para los guatemaltecos, especialmente en los últimos años del siglo pasado. Recordé a los miles de campesinos que lograron salvar sus vidas refugiándose en las zonas fronterizas de ese país, a los cientos de chapines perseguidos que llegaron como exiliados y que pudieron con ello sobrevivir a la criminal represión contrainsurgente que los había condenado a muerte en Guatemala.

Pensé en la profunda brecha existente entre el privilegio que yo tenía gracias a esta política del gobierno de México y la situación de mis contemporáneos connacionales.

Ya me habían dicho que la actual administración encabezada por AMLO sería flexible en relación a la nacionalidad de quienes recibirían la vacuna. Ya había, de manera reiterada, visto la conferencia de prensa que las autoridades sanitarias a cargo de la pandemia conceden cotidianamente, explicando con sencillez e impresionante pedagogía el estado de la dramática situación que se vive, estableciendo un vínculo político sorprendente y continuo entre gobernantes y gobernados. Pero a pesar de este conocimiento, me sorprendió la experiencia vivida. A mí, al igual que al otro viejo al cual se refirió Espinosa, tampoco me dolió la vacuna. Yo no lloré de gratitud, pero sin duda la sentí intensamente.

Quise escribir esta columna como un testimonio de lo vivido en esta ocasión. Como un reconocimiento a lo que históricamente ha sido México para los guatemaltecos, incluyendo a mi familia, y como una muestra que revela lo que es posible aspirar y realizar, a pesar de los errores cometidos ante una situación inédita, cuando hay un gobierno comprometido con las mayorías y con esa sensibilidad social.

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