Eduardo Blandón

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Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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Eduardo Blandón

Solo nos distraemos un poco y, sin quererlo, ya estamos en aguas turbias.  Nos arrastra la inmundicia, Facebook, Instagram, WhatsApp, Netflix es difícil mantener la tesitura.  Tanta basura amenaza configurar nuestro pensamiento, deteriorar los criterios estéticos, ser inteligentes en los juicios.  De repente, involuntariamente, nos vulgarizamos y mostramos el plumero, esa condición supuesta ya superada por el esfuerzo de la disciplina diaria.

No estamos exentos de la frivolidad de nuestros tiempos. Las armaduras ceden, se filtra el agua.  Sitiados, capitulamos: chistes, memes, reproducción de bulos, videos amarillistas, el morbo ubicuo adherido a nuestro espíritu.  Así, homogenizados por la industria, somos incapaces de hacer la diferencia.  “Y si la sal deja de estar salada, ¿cómo podrá recobrar su sabor? Ya no sirve para nada, así que se la tira a la calle y la gente la pisotea”.

Todo confluye para ello.  Es comprensible que después de un día de trabajo extenuante, el abandono a las redes sea casi instintivo.  “¿Por qué no ver una serie?  Quizá leer el resumen de un libro.  Escucharlo condensado en audio, rápido, atractivo.  Reírse un poco con los espectáculos ligeros de YouTube. Grabarme gracioso para que sepan de mí en Facebook.  Fotografiar el plato exquisito de la noche y compartirlo en Instagram”.

No es fácil dar el Do de pecho con nuestro registro atiplado o las fiebres descuidadas que afectan nuestra voz.  No dejamos de ser responsables por la falta de guardia, el permisivismo cotidiano permitido conscientemente a los temporales, la modorra y cierta tendencia hedonista.  Alguna culpa hay que reconocerla por falta de constancia, la volubilidad de carácter que se determina por lo reprobable.

Por supuesto que no estamos destinado a ello, podemos ser distintos, necesitamos, eso sí, concentración.  Habituarnos a la abstinencia, avanzar siempre hacia extremos opuestos, solo como aspiración, para ubicarnos según la justa medida exigida por la virtud.  Practicar la ceguera, taparse los oídos, ignorar los cantos de sirena.  Renunciar a los ídolos, distanciarnos de las modas, adoptar la actitud del perruno cínico que revaloriza para afirmar la vida, los instintos, el peregrinaje hacia lo humano.

Plantearse teóricamente una opción alterna, pero, sobre todo, ejercitar la conducta de los raros, ya sabe, la de los que son la excepción.  Sin necesidad de buscar las cámaras o atraer la atención.  Aspirar a lo infinito desde los límites de la contingencia, sin aspavientos, con el único deseo de ser y hacer feliz a los demás.  Viviendo lo efímero, transitando hacia el fin, operando según los imperativos de la buena conciencia.

Es más fácil escribirlo que apostar por ello, asumir la conducta de los mínimos.  Versificar con una estética crítica que devele el espanto y lo haga evidente y reprochable. Sí, encaminarnos al desierto y, al mejor estilo perruno, tomar la lámpara, no ya solo para buscar a hombres auténticos, sino para hallarlo en nosotros mismos y rescatarnos de la piltrafa en la que nos hemos convertido.

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