Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

Hace algunas semanas comenté (en este espacio) mi intención de abordar, a manera de intento por visibilizar, por lo menos una vez al mes, las trágicas historias, en alarmante aumento, de niños y niñas que tristemente se ven obligados a trabajar o buscar algún mecanismo de subsistencia con el que quizá contribuyen a alguna depauperada economía familiar. Justamente, hace algunos años, escribí un breve texto que hoy me tomo la libertad de retomar brevemente en virtud de la significancia y trascendencia que reviste, a pesar de que probablemente estemos ya bastante acostumbrados y quizá lo veamos, incluso, como una cuestión normal. En aquella ocasión, junto a un pequeño grupo de amigos, pasé almorzando a una pizzería ubicada a las afueras de un centro comercial al norte de la ciudad. Mientras esperábamos, se acercó un niño al que calculé no más de 10 años (más tarde le pregunté su edad y me dijo que tenía 11). Llevaba una caja de madera con los utensilios necesarios para lustrar zapatos. Fue ese el motivo por el cual se acercó a nosotros: ofrecernos sus servicios como “lustrador”. Algo a lo que, como mencioné, pareciera que nos vamos acostumbrando cada vez más en esta ciudad en la que convivimos con “normalidad” en medio de esos abismos que, cual accidentes geográficos, delinean el paisaje de la sociedad chapina. ¿Estás en la escuela?, le pregunté, respondió negativamente bajando la mirada hasta perderla en la inmensidad del subsuelo, más allá del hormigón y del hierro que muy probablemente le resultaban ajenos, tal como seguramente sucede a muchos niños y niñas guatemaltecos que no tienen acceso a la educación y que trabajan, día tras día, para ir medio pasándola. Aquel niño me contó, entre otras cosas, que no sabía leer ni escribir, y que con lo que gana en su trabajo de lustrador, paga un pequeño cuarto en el que vive (solo) desde hace poco más de un año, desde que el tío que lo trajo de Cobán al quedarse huérfano se marchó a Estados Unidos y no volvió a dar señales de vida. No nos pidió dinero ni se victimizó. Todo nos lo contó con una naturalidad sorprendente, como si aquella situación fuera lo más natural y justo que le hubiera tocado vivir. Me conmovió… Cuando nos hubieron servido la pizza lo invitamos a comer con nosotros. Sorprendido aceptó y se acomodó en la silla que estaba a mi lado, disfrutando (visiblemente) un par de porciones de pizza. Al finalizar, a pesar de ser alguien sin instrucción escolar, se puso de pie y agradeció con educación el almuerzo… Quedamos en volver a conversar uno días después. Me ofreció que si llevaba un cuaderno y le enseñaba a escribir, se comprometía a aprender todo lo que pudiera en el menor tiempo posible (¡!)

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