José Daniel González
“Es deber del Estado garantizarle a los habitantes de la República […] la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona”. Es lo que asegura la Constitución Política de la República de Guatemala (art. 2). Y aunque esto sea lo que la Asamblea Constituyente en 1985 quiso recalcar como el principal deber de los funcionarios públicos; yo, con diecisiete años, puedo asegurar que no me he sentido en un entorno donde pueda crecer en mis capacidades emocionales, cognitivas y sociales integralmente. No me he sentido seguro, en paz, ni he tenido alta estima del sistema judicial guatemalteco, al tratar de rectificar los actos contrarios a la ley.
No tengo potestad aún de tener un DPI, pero sí he aprendido que algunos políticos en el poder han cambiado la definición del bien común, al bien circunstancial. A las acciones que, en situaciones específicas, traigan mayores beneficios para ellos mismos, y no a los ciudadanos que deberían representar.
El Estado no me ha cobrado impuestos de manera directa, sin embargo, he aprendido a temer a mis autoridades, en vez de buscarlas por consejo ante un problema.
No entiendo lo que constituye el Impuesto Único Sobre el Inmueble (IUSI) ni cuánto hay que pagar, pero sí entiendo que debo huir tanto de asesinos y extorsionadores, como a veces de policías y tramitadores públicos. Aunque en más ocasiones de lo que quisiera, parecen tener la misma ocupación.
En la Constitución, se habla de los tres requisitos para ser funcionario público: “capacidad, idoneidad y honradez” (art.113 Constituyente). Hay incontables debates acerca de la definición de estos conceptos. Y aunque no pueda todavía ejercer todos mis derechos civiles, sé que, en la elección de funcionarios para el Organismo Judicial en Guatemala, candidatos que tienen diferentes procesos penales pendientes en su contra no tienen la integridad suficiente en sus actos para ser de reconocida honra, que personas con imputaciones de obstrucción de la justicia o asociación ilícita no son ni imparciales ni son adecuados para un cargo en donde la neutralidad y deferencia es fundamental. Por último, que esta parcialidad política no puede calificarse como la capacidad idónea para ejercer como juez ante temas de coyuntura nacional.
Todavía no tengo la potestad para votar, pero eso no significa que no pueda alzar mi voz contra los procesos corruptos, los cuales tergiversan la ley de tal manera, que las instituciones públicas, que deberían velar por mis derechos, velan tan solo por infundir una descarada confusión en la ciudadanía. Mientras corrompen hasta la voluntad de los frágiles corazones juveniles, al punto de que la oposición se vuelve un privilegio lleno de heridas, que antes era incluso una obligación democrática.
Hemos como pueblo hecho la vista gorda demasiado tiempo. Hemos dejado que la justicia sea parcial. Sin embargo, todavía no es tarde. Las cortes del país, tanto como la Corte Suprema de Justicia, de Apelaciones e incluso la Constitucional están a punto de ser reemplazadas por algunos candidatos que no atienden a una o más de las métricas constitucionales para sus cargos.
La corrupción no es solo robar fondos públicos, sino cooptar las instituciones del Estado para el bien propio, porque las circunstancias así lo permiten.
Nosotros podemos cambiar esas circunstancias. ¿Qué esperamos?