Fernando Mollinedo C.
En la sociedad guatemalteca no pasa un día sin que salga a luz un nuevo escándalo de corrupción en cualquiera de sus múltiples variantes, tráfico de influencias, saqueo financiero de instituciones del Estado, sentencias apañadas, y hasta evasión de impuestos autorizadas por las autoridades.
Los escándalos se suceden a un ritmo vertiginoso sin que parezca importarles mucho a las dependencias contraloras del patrimonio económico nacional; pareciera que la confabulación de asalto al poder por medio de los votos estuviera en su máximo apogeo y que ello autoriza a los funcionarios para disponer del erario a su sabor y antojo.
El coronavirus, como la corrupción, ya no es un problema vírico, pues se convirtió en un problema social que afecta en mayor proporción a la población cultural y económicamente desposeída, al negarle la oportunidad de educarse y aprender a pensar para exigir que se cumplan los objetivos del Estado contenidos en la Constitución Política de la República de Guatemala.
A no ser por los adelantos tecnológicos que, muchas veces nos llegan tarde, los dueños del país siguen en las mismas condiciones de hace 150 años, es decir, con la mismísima forma de pensamiento, pero con el dominio económico y explotación, conservando el dominio político del gobierno y del Estado.
El sistema de vida en Guatemala fue diseñado desde la conquista armada de los pueblos originarios para explotar la ignorancia cultural de la población, negándole salarios justos, educación, salud, trabajo en condiciones mínimas de dignidad y el ejercicio y observancia de sus derechos humanos.
Los herederos de los verdaderos dueños del país también heredaron psicológicamente ese lastre de sentir desprecio por quienes acrecientan sus riquezas con el trabajo mal pagado de sus empleados, quienes lo hacen bajo condiciones insalubres y horarios reales de hule con pago por debajo del salario mínimo que en Guatemala será siempre EL SALARIO MÁXIMO.
Dentro de ese contexto, los capitalistas de siempre –con sus raras excepciones– exhibiendo su egoísmo e irresponsabilidad social, compraron las voluntades institucionales para darles un matiz democrático e impusieron a quienes supuestamente gobernaron y gobiernan Guatemala, por elección popular.
En la Guatemala que vivimos, los depredadores del erario nacional electos y nombrados para desempeñar funciones gubernamentales los lleva a pensar que el ejercicio del poder es el resultado de su honradez, dignidad, capacidad; pero con la conducta ilegal e inmoral con que se desempeñan, nos deslizan lentamente hacia el hastío, la tristeza y la depresión; circunstancia que nos hace preguntar: ¿por qué, el discurso egoísta omnipresente de los potentados no provoca un impacto psicológico entre aquellos que cumplen las normas con sus deberes y obligaciones? ¿A qué se debe la indiferencia colectiva ante este permanente estado de vida?
Debemos distinguir entre el daño primario que se ocasiona al Estado disminuyendo su capacidad para la atender a la población; con el daño secundario que son las promesas incumplidas y la sensación de humillación por indolencia social.