Grecia Aguilera
El Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto, se conmemoró pese al confinamiento por el Covid-19 el miércoles 27 de enero de 2021, cumpliéndose 76 años de la liberación por soldados soviéticos, de las personas que permanecían en el terrible cautiverio del campo de concentración nazi de Auschwitz. En Polonia se llevó a cabo el solemne acto precisamente en ese campo de concentración que ahora es el “Museo y Memorial de Auschwitz-Birkenau” y en donde todavía se lee en la entrada la inscripción “Arbeit macht frei” que significa el trabajo libera. En la ceremonia participaron supervivientes y fue dedicado a las niñas y niños “que padecieron atrocidades de los nazis en el campo de concentración y exterminio.” El Papa Francisco declaró en un mensaje que es substancial recordar el día de la ‘Shoah’ (holocausto), porque “estas cosas pueden volver a ocurrir.” Y agregó que: “Recordar es una expresión de humanidad, un signo de civilización, una condición para un futuro mejor de paz y fraternidad.” Auschwitz fue un conjunto de campos de concentración y de exterminio que fueron construidos en 1940 por la Alemania Nazi luego de la invasión a Polonia en 1939, estaban ubicados en el poblado de Oswiecim a unos 45 kilómetros de la Ciudad de Cracovia. Auschwitz fue declarado por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad en 1979 “por ser uno de los lugares de mayor simbolismo del Holocausto.” El acto conmemorativo del pasado miércoles 27 de enero me hizo recordar al superlativo violinista Yehudi Menuhin (1916-1999), quien durante la Segunda Guerra Mundial colaboró con las fuerzas aliadas, utilizando su virtuosismo musical para aliviar el estado espiritual de los soldados, que vivían reclutados en los campamentos del frente de guerra. Una de las obras que con frecuencia interpretaba para ellos era el “Ave María” de Franz Schubert. Menuhin sentía que en verdad tocaba el corazón de los combatientes, quienes no sabían cuál iba a ser su destino. Esta experiencia fue esencial para él porque tuvo un acercamiento directo con el público. Estaba ya escrito que Yehudi Menuhin iba a ser un músico universal y a la vez un gran conciliador, al respecto él mismo relató en algún momento la siguiente anécdota: “Me pusieron nombre antes de mi nacimiento, mi destino estaba sellado ya antes de que naciera. Mi madre buscaba un apartamento algo más grande, cuando sintió que yo venía en camino; mis padres asistían a la universidad en Nueva York y fue en el Bronx cuando finalmente hallaron un hermoso lugar, perfecto, lleno de luz, muy limpio, muy agradable. Mi madre estaba por firmar el contrato cuando la buena señora, al querer promocionar de más el apartamento dijo: ‘Y le agradará saber que no aceptamos judíos.’ A lo que mi madre respondió: ‘Pues en ese caso no podemos aceptar, porque somos judíos.’ Posteriormente mi madre aseguró: ‘Cuando este niño nazca se llamará Yehudi para que no haya duda alguna.’ ¡Y me siento orgulloso!” Al recibir en el “Knesset”, Parlamento Unicameral y Suprema Autoridad de Israel, el Premio de la “Fundación Wolf de las Artes” en 1991, Yehudi Menuhin expresó: “Como judíos deberíamos reconocer nuestro supremo destino: aliviar y ayudar. Israel ha madurado; el momento es propicio, el reto es de ustedes. No calculen sus acciones ignorando la oscuridad del miedo. Cuando era chico y tocaba el violín, mi sueño ingenuo era poder ser capaz de sanar el corazón de quien sufría, llevando a cabo así una misión judía y que si tocaba la Chacona de Bach en la Capilla Sixtina, lo suficientemente inspirado ante los ojos de Miguel Ángel, todo lo que es innoble y vil desaparecería milagrosamente de nuestro mundo.” Yehudi Menuhin pensaba que por medio de la música se podían abrir todas las puertas y utilizó su fama para promover la paz entre Israel y Alemania.