Oscar Clemente Marroquín

ocmarroq@lahora.gt

28 de diciembre de 1949. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Periodista y columnista de opinión con más de cincuenta años de ejercicio habiéndome iniciado en La Hora Dominical. Enemigo por herencia de toda forma de dictadura y ahora comprometido para luchar contra la dictadura de la corrupción que empobrece y lastima a los guatemaltecos más necesitados, con el deseo de heredar un país distinto a mis 15 nietos.

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En el mundo entero se habla con esperanza del inicio de la vacunación contra el Covid-19 como uno de los grandes éxitos de la medicina mundial, no sólo por la velocidad con la que se pudo desarrollar la vacuna, comparada con las hechas para otras enfermedades, sino por su nivel de eficiencia que llega al 95%, lo cual es un verdadero hito científico. Por supuesto que no todo es miel sobre hojuelas porque existen argumentos en contra, algunos motivados políticamente por quienes creen que toda la pandemia es un montaje para oprimir a los pueblos y limitarles su libertad, hasta aquellos que advierten que la coordinación de los programas de vacunación masiva se da en el marco de retos éticos, legales y puramente prácticos que deben ser resueltos por los responsables de la ejecución de los ambiciosos planes.

Pero en el caso de Guatemala estamos muy lejos de tener que enfrentar esos dilemas respecto a cómo y a quiénes aplicar la vacunación en forma prioritaria porque estamos mal situados en cuanto a la posibilidad de recibir dotaciones suficientes. No es simplemente un problema de presupuesto sino que también entra en juego la debilidad institucional del Estado que no supo ponerse en primera línea para asegurar un flujo de vacunas suficiente y que hará que nos tome hasta un par de años llegar a cubrir al menos a un 70 por ciento de la población, lo que ayudaría a promover la inmunidad de rebaño.

Y aún cuando se llegue a tener suficiente vacuna para cubrir a más gente es necesario entender que nuestro Estado fallido no tiene la capacidad suficiente ni la ética para proceder en forma correcta, sin privilegios para nadie. Hemos visto fracasar los programas normales de vacunación por razones estructurales del sistema de salud, pero además sabemos que la salud pública se ha vuelto uno de los grandes negocios de la corrupción, lo que afecta no sólo el cómo se adquiere la vacuna sino también el cómo se distribuye y a quiénes.

Obviamente en el sector privado se podrá adquirir más fácilmente la vacuna pero el costo tendrá que ser asumido por el particular que la busca, lo cual significa que ese enorme porcentaje de guatemaltecos que viven en condición de pobreza y pobreza extrema, para variar serán los que se vayan quedando en la cola, sin que importe su nivel de riesgo, simplemente porque el Estado no podrá disponer de suficientes dosis ni de la capacidad para hacerlas llegar a la gente en los lugares más recónditos.

No es, desde luego, un escenario nuevo porque lo mismo pasa con la educación y en general con la salud. Quien tiene recursos económicos puede acceder con más facilidad a servicios de mejor calidad, mientras que los pobres, siempre marginados y olvidados, se quedan con las migajas que puede producir el deteriorado sistema público que en vez de funcionar para atender las necesidades de la población, se centra en cómo hacer negocio.

El contraste entre lo que preocupa a sistemas de salud desarrollados y éticos con lo que preocupa en Guatemala es enorme, pero vale la pena destacarlo en el contexto de la vacuna para que se vea cuánto daño hace el deterioro institucional del país.

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