Adolfo Mazariegos
Cuando se habla del término “cansancio” o cuando se utiliza el mismo para referirse a situaciones en las que se han visto desbordados ciertos límites (cualquiera que estos sean), puede, dicho término, interpretarse de distintas maneras, sea desde lo individual o desde lo colectivo, y, según sea el caso; según sean las condiciones particulares; el momento histórico o la coyuntura en el ámbito social, (etc.) No obstante, sea cual sea el ángulo, la perspectiva o la intencionalidad desde la cual se aborde tal cuestión, siempre se confluirá en una suerte de consenso en cuanto a que el cansancio no sólo refleja siempre un estado de agotamiento físico, sino también puede indicar una suerte de extenuación psicológica que bien puede traducirse en hartazgo, en desinterés, y a veces, hasta en ese sentimiento de impotencia ante aquello que pueda estar ocurriendo en nuestro entorno. En el ámbito social y en el marco de los abusos en el ejercicio del poder público, el cansancio también llega por supuesto. Es decir, el hartazgo con respecto a las expectativas incumplidas y a los desmanes de quienes “ostentan” el poder político, desmanes que las más de las veces son sínicos, reiterados y con nefastas consecuencias en corto, mediano y largo plazo. En el caso de Guatemala (por lo menos), resulta más que obvio que el cansancio ciudadano de hoy día tiene una relación directa con el sistema político-partidista que durante las últimas décadas ha menoscabado seriamente y desvirtuado el verdadero sentido de la política, así como los fines que deben perseguirse con su ejercicio en tanto herramienta democrática mediante la cual se eligen mandatarios y dignatarios de acuerdo con lo que establece el marco jurídico del Estado, particularmente la Constitución Política de la República. El cansancio, como decía al inicio, puede tener distintas interpretaciones (o formas de interpretación), no obstante, en el ámbito social puede también representar un peligro en tanto que si se subestima y se insulta reiteradamente la inteligencia de la ciudadanía, los efectos pueden ser impredecibles e incluso contraproducentes (como decían las abuelitas: el tiro puede salir por la culata). En fin. Lo cierto es que desde hace un buen rato resulta urgente una revisión concienzuda, honesta y transparente del modelo eleccionario vigente en Guatemala, porque el cansancio puede estar llegando a su límite. La Ley Electoral y de Partidos Políticos debe ser acorde con la realidad, congruente con las exigencias de los nuevos tiempos en el marco de la democracia y con las demandas ciudadanas, en virtud de que, al final de cuentas, el pueblo, como elemento integral indispensable para la existencia del Estado, es el soberano. Y no hay que olvidar que es el soberano en quien radica el poder del Estado según lo establece la Ley y según el sistema republicano, democrático y representativo de este país. Quien no quiera entenderlo así, bien puede empezar revisando los artículos 140 y 141 de la Constitución Política de la República, para entenderlo, por si acaso.