Julio García-Merlos G.

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Julio R. García-Merlos

A mediados del mes de octubre fue detenido en Estados Unidos el ex Secretario de la Defensa Nacional de México, Salvador Cienfuegos; en ese momento según precisó el Canciller mexicano Marcelo Ebrard, no se sabían los motivos de su detención. Posteriormente se conocería que se le imputaban cargos relacionados con tráfico de drogas y lavado de activos. La noticia tuvo un fuerte impacto en los más altos círculos políticos mexicanos, no porque Cienfuegos debiese ser liberado de las acusaciones, sino porque los mexicanos se sentían traicionados al no haber sido informados de la investigación.

México le abre las puertas a Estados Unidos para realizar numerosas investigaciones, sin embargo, el aliado empleó información en forma unilateral, sin compartírsela. Esto último causó fricciones en las relaciones de ambos países, comprometiendo la guerra contra el narcotráfico, ya que México amenazó con romper la relación de colaboración que se tiene con la DEA.

Pareciera que la amenaza de México funcionó, ya que hace unos días la fiscalía de Estados Unidos retiró los cargos en contra del General Cienfuegos, a pesar de que la fiscalía afirmó que su investigación era sólida; dejaron claro que la desestimación obedecía a la necesidad de privilegiar las buenas relaciones de Estados Unidos con México.

Este interesante caso me permite reflexionar sobre las consecuencias políticas de la persecución penal. El ideal jurídico que postula la sujeción del ente encargado de la misma, a la objetividad, imparcialidad y el principio de legalidad, muchas veces tiene que ponderarse con otros valores. Las fiscalías como todas las instituciones públicas cuentan con recursos materiales y tiempo limitado, por tanto, la política criminal define las prioridades y los momentos oportunos para formular acusaciones, realizar operativos y demás acciones relacionadas. Es por ello por lo que los fiscales, conforme adquieren experiencia, evalúan los efectos de las decisiones que toman; en particular, lo relativo al impacto político en la investigación de delitos contra la administración pública o de otros que cometan algunos funcionarios.

Los fiscales son seres humanos, falibles y con preferencias ideológicas, religiosas y políticas, entre otras; llegan a un nivel de excelencia en la medida que logran apartarse con éxito de su propia visión del mundo y sus investigaciones y persecuciones son objetivas. Esto no quiere decir que no deban ponderar las consecuencias políticas de sus decisiones, negarlo es una gran hipocresía o una tremenda irresponsabilidad.

Es notorio que algunos fiscales han tomado ventaja de sus posiciones para acelerar investigaciones y propiciar impactos importantes en la política de sus países. En Guatemala hemos vivido persecuciones penales selectivas y que las mismas se retrasan o adelantan según la coyuntura. Diferente es el caso que comento hoy, en el que las repercusiones diplomáticas fueron tomadas en cuenta en las decisiones de los fiscales norteamericanos y son perfectamente justificables.

Es válido que el ente acusador tome en consideración aspectos políticos, siempre en interés y beneficio de la justicia, del país y en respeto a la Constitución; no es válido cuando estas consideraciones responden a una agenda personal, convirtiendo la persecución penal en activismo.

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