Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

Durante los últimos días, muchos nos hemos sentido consternados por los efectos que la tormenta Eta ha ocasionado en Guatemala y en otros países cercanos. En lo personal, no puedo menos que sumarme a tal consternación y al mismo tiempo sentirme contrariado por lo que pareciera ser un paulatino acostumbramiento y aceptación de lo trágico, una nefasta aceptación de lo que no debiera suceder pero que sucede reiteradamente en el país: tragedias que, en algunos casos, quizá podrían evitarse, pero que se han ido convirtiendo casi inadvertidamente en parte de un acontecer que tristemente vamos aceptando como algo “normal”. Rápidamente viene a mi mente una serie de sucesos que, sumados, hacen pensar en una suerte de conformismo social mediante el cual se justifican hechos que van cobrando vidas humanas y que, con impotencia, quizá tan sólo esperamos cuándo y dónde sucederá la próxima desgracia. En un lapso relativamente corto han ocurrido varias y de distinta índole en diferentes partes del país, y más allá de los fatídicos desenlaces o de las responsabilidades que se deban deducir si fuera el caso, hay dos situaciones preocupantes (como mínimo) que vale la pena señalar a manera de reflexión: la primera es ese hecho innegable de que la sociedad guatemalteca se encuentra inmersa en un estado en el que el desencanto, la irresponsabilidad, la indolencia, la insensibilidad y otros aspectos de carácter psicológico-social, están afectando notablemente incluso la estabilidad emocional del individuo y la forma de proceder como parte de un conglomerado (aceptemos o no dicha realidad) y más allá de lo que significa estar viviendo todo ello en medio de una pandemia que muchos no imaginamos que un día viviríamos. La segunda cuestión tiene que ver más con ese fenómeno paulatino que se ha venido dando durante varios años ya y que refleja la evidente pérdida de capacidad de respuesta por parte de las instituciones del Estado, cuyo accionar ha demostrado ser más bien lento y reactivo mientras intentan parchar algo cuando ya ha ocurrido y muchas veces con tiempos y resultados inciertos y reprobables. Como muestra, algunos trágicos botones: en el volcán Acatenango varios excursionistas perdieron la vida en un hecho en donde unos y otros -a nivel institucional- se lanzaban la pelotita evadiendo responsabilidades (una tragedia); el Volcán de Fuego también cobró muchas vidas humanas (otra tragedia); el suceso de El Cambray cobró considerables vidas humanas (otra tragedia); el fatídico incendio del hogar Virgen de la Asunción, en donde fueron encerradas adolescentes que estaban bajo el resguardo del Estado, cobró la vida de más de cuarenta adolescentes (una tragedia más)… En fin, la lista podría seguir, y aunque algunas de estas tragedias han sido resultado de fuerzas naturales inevitables, lo cierto es que cuando se sabe que se padece un problema, ya no es suficiente hablar de ello. Se hace imperante hacer algo al respecto, más allá de simplemente ver pasar las tragedias y acostumbrarnos a ellas, esperando cuándo y dónde ocurrirá la siguiente.

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