Mario Alberto Carrera
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La condena imponente–galanamente filosófica y con las mejores herramientas de la dialéctica- contra el capitalismo es desde su título mismo “El Capital” de Marx, que propone -en cambio- el comunismo. Fallido y falaz desgraciadamente. Pero absolutamente vigente (“El Capital”) en cuanto a la certera e iluminante descripción – más bien exégesis crítica- que realiza del sistema capitalista consolidado por Adam Smith, como modelo voraz que se consumirá y devorará ¡a sí mismo!, por sus descontrolados actos dirigidos acaso por el emblema de: en negocios todo está permitido, como en la guerra y en el amor. Frase que me invento inspirada en enunciados similares aplicados a “El príncipe” -y sus “derechos” sin fronteras- de la obra del mismo nombre. Y como sistema que tendrá, tuvo y tiene altibajos abisales, que lo conducen a crisis descomunales. En esto Marx no se ha equivocado ni un ápice.
El capitalismo o sea el sistema establecido por la entonces nueva clase burguesa y su gran afán, la industrialización, el triunfo del empresario y sus libérrimos mercados y la propiedad privada a ultranza, se ha hundido (históricamente ya) por el más fatal y fecal de los desbarrancaderos, en el desarrollo de las sucesivas revoluciones industriales, por inhumano. Vamos ahora por la cuarta o quinta, con la cibernética o digital que nos arrastrará al total anti humanismo y al fin del mundo si no nos acogemos antes a la socialdemocracia y al sistema ecológico de los verdes.
Por tanto, en una de las circunvoluciones del Infierno capitalista del Dante nos hallamos los desterrados hijos de Eva gimiendo y llorando: en la del capitalismo salvaje (así bautizado desde los 90) que supera al ultra capitalismo consumista y de aparatos obsolescentes ¡tan condenado por Marcuse!, para descender a la sima más siniestra de las zarpas de “El Capital”: la del capitalismo salvaje que tiene dos fases azufrosas y aleves y pérfidas: la que realiza dentro de EE. UU. -modelo par excellence del paradigma súper burgués industrial- y el que ese mismo sistema encarnado por EE. UU. y otras potencias depravadas proyectan sobre los países pobres, explotándonos -ya no como naciones y potencias individuales- sino como grandes trust oligopólicos, sin más nacionalidad que la del corsario y sin más “ideal” que el desbordamiento de mercados deshonestos y el negocio por el negocio (como el arte por el arte) sobre países famélicos tercermundistas que ya habíamos sido objeto de tal vandalismo desde la aparición de las primeras goletas bananeras -de EE. UU.- en la segunda mitad del siglo XIX que cartografían monumentalmente Manuel Galich en “El Tren amarillo” y Asturias en su trilogía bananera.
El capitalismo salvaje ya fue reprobado también -en toda su furia egoísta- por Juan Pablo II en “Centesimus Annus”, antinómica encíclica porque el Vaticano es un Estado capitalista hiperbólico, con un sistema bancario terrible y mundial, condenado confrontadoramente en “ I banchieri de Dio”.
Primero Marcuse desde La Joya Cal. y luego -entre otros, dentro también de los EE. UU. Bernie Sanders o Chomsky- han imputado intramuros al capitalismo salvaje que permite que el 1% de los ultra millonarios estadounidenses posea el equivalente a la riqueza del 90% de los habitantes de ese país y otras miserias similares como la brutalidad policial y el racismo supremacista.
Fuera, insisto, el capitalismo salvaje es aún más feroz: se ensaña con los más pequeños e indefensos. Nos posee y nos destruye hasta el tuétano, como ocurrió aquí en el 54 cuando en cueros sacaron a Árbenz del país. Eso fue hace 60 años. Medio siglo después, hoy en 2020, somos carcomidos por el neoliberalismo local (su procónsul de Sodoma la mala, porque hay una Sodoma la buena) y por el capitalismo salvaje de EE. UU. y China que nos mata de hambre y nos orilla a la miseria más pordiosera, entornados por un collar brillantísimo de lujosos iphones que nos dan la impresión de ser geniales “opinadores” en las redes sociales. Continuaré.