Gustavo Marroquín Pivaral

Licenciado en Relaciones Internacionales. Apasionado por la historia, el conocimiento, la educación y los libros. Profesor con experiencia escolar y universitaria interesado en formar mejores personas que luchen por un mundo más inclusivo y que defiendan la felicidad como un principio.

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Gustavo Adolfo Marroquín Pivaral

En este año tan atípico, Guatemala cumplió 199 años de haberse independizado de España. Una independencia artificial y excluyente, que ni siquiera queríamos. Como bien dijo el intelectual quetzalteco, Carlos Wyld Ospina, aquí la independencia nos cayó de chiripazo. Esta semana muchas personas comenzaron a expresar su descontento en redes sociales con gente que se mostró sumamente crítica (como yo) con la Independencia de Guatemala y su verdadero significado. Dicen que criticar lo ocurrido en 1821 es ser poco “patriota”, es ser un “desagradecido con la nación” y que somos “gente que nos quedamos en el pasado”. Me pregunto: ¿habrá alguien con una mínima comprensión de la historia de Guatemala que piense que desde que nos independizamos hemos sido libres y soberanos?

Nuestra independencia es la historia de un movimiento de élites para las élites. En ningún momento pasó dentro de sus mentes que este movimiento fuese pluralista e inclusivo. Mas bien, querían una negociación discreta con las autoridades coloniales para que un mínimo de la sociedad se enterara, con el objetivo de que todo siguiera igual. Claro, que todo siguiera igual pero ahora sin España. Tener colonias fue un negocio sumamente rentable para las potencias colonizadoras de Europa, tales como Portugal, Países Bajos, España, Francia e Inglaterra principalmente. En gran medida, Europa se consolidó como la región que dominaría el mundo gracias a las riquezas que extrajeron explotando severamente sus colonias en América, África, Asia y Oceanía. Era tan buen negocio el modelo colonial para sus respectivas metrópolis, que no es coincidencia que se opusieran de forma tan violenta a la independencia de muchas de sus colonias.

La India Británica fue la joya de la corona de Gran Bretaña, tal como para España lo fue el virreinato de México, el de Perú y el de Nueva Granada. Guatemala nunca fue tan valiosa, pero aún así era muy rentable. Y ese potencial fue visto por un reducido grupo de familias que quisieron apoderarse del negocio. Tal como cuando patrones codiciosos compran una finca y sus trabajadores ni se enteran o su condición socioeconómica no se ve mejorada (incluso empeora). A grandes rasgos, esa fue la lógica de nuestra independencia.

¿Ponerlo en evidencia me hace despreciar mi país, mi historia y mis raíces? Claramente no. Todo lo contrario, si queremos construir un mejor país es necesario señalar estos hechos que contradicen la versión oficial que se imparte en las escuelas, que pintan la Independencia como una obra de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Es de vital trascendencia cuestionar las versiones oficiales, sobre todo en materia de historia nacional, para precisamente evitar caer en adoctrinamientos nocivos. Alemania, donde se llevó a cabo el Holocausto, se enseña (y no se maquilla) a sus estudiantes a nivel nacional los horrores del genocidio para que futuras generaciones no repitan esta tragedia. Esto no sucede en Estados Unidos, donde en lugar de enseñar la cruda realidad del exterminio de los Nativos Americanos, en la mayoría de los casos se omite, con los previsibles resultados. Cuestionar es esencial para descubrir verdades, por muy incómodas que sean. Las peores atrocidades en la historia no provienen de la desobediencia, sino de la obediencia ciega.

Necesitamos conocer la verdadera realidad para proponer soluciones factibles y así construir una verdadera democracia pluralista e inclusiva para todos los ciudadanos sin excepción alguna. Sueño con una Guatemala donde nadie es discriminado por su raza, orientación sexual o ideología política. Y eso sólo puede lograrse afrontando verdades muy duras y criticando versiones oficiales fantasiosas.

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