Víctor Ferrigno F.
El pasado 15 de septiembre, el presidente Alejandro Giammattei concurrió a la sesión solemne del Congreso de la República, para conmemorar el 199 aniversario de la Independencia nacional, y lo hizo de la peor manera: cuestionando la libertad de expresión, un derecho humano reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), adoptada en 1948. Además, se reconoce en el derecho internacional de los derechos humanos en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP), y en el artículo 35 de nuestra Carta Magna.
El mandatario escogió el peor lugar y el evento menos indicado para arremeter contra un principio inherente a la auténtica democracia; el artículo 19 de la DUDH establece que «todos tendrán derecho a opinar sin interferencia» y «todos tendrán derecho a la libertad de expresión, este derecho incluirá la libertad de buscar, recibir y difundir información e ideas de todo tipo, independientemente de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o impreso, en forma de arte, o por cualquier otro medio de su elección”.
Crítico, el Presidente sostuvo […] “creemos en la libertad, que algunos malos guatemaltecos han confundido y aprovechan para intimidad, violentar, difamar y hasta cometer delitos en contra de nuestro prójimo». El mandatario añadió que «la libertad de expresión tiene un límite y el límite es la verdad…»
Efectivamente, la libertad de expresión tiene límites; así lo consigna el PIDCP, al afirmar que el ejercicio de estos derechos conlleva «deberes y responsabilidades especiales» y «por lo tanto, estar sujeto a ciertas restricciones» cuando sea necesario «para respetar los derechos o la reputación de otros» o «para la protección de la seguridad nacional o del orden público, o de la salud o la moral públicas».
También nuestra Constitución le pone límites al derecho humano de libre expresión, al estatuir que “Quien en uso de esta libertad faltare al respeto a la vida privada o a la moral, será responsable conforme a la ley”, y que “Todo lo relativo a este derecho constitucional se regula en la Ley Constitucional de Emisión del Pensamiento”.
El problema político reside en que el mandatario cuestiona la libertad de expresión, porque su asesor e íntimo amigo, Miguel Martínez, adujo que considera “una absoluta falta de respeto y agresión psicológica por parte de los reporteros y representantes de Plaza Pública, tanto hacia mi derecho a la intimidad, así como a los derechos de mi familia”, y presentó una denuncia penal, contra el medio de comunicación y su personal, a sabiendas que debió recurrir a la Ley correspondiente. Todo ello, con afán intimidatorio contra los colegas periodistas, quienes aseguran que nunca incurrieron en tales extremos, cuando investigaron el perfil de un empleado público, que es titular de la Comisión Presidencial del Centro de Gobierno.
Para colmo, el periodista Sonny Figueroa fue detenido, golpeado y vejado por la Policía Nacional Civil, un par de días después de haber publicado una investigación sobre Martínez y el Centro de Gobierno. El juez que conoció el caso liberó a Figueroa, y ordenó investigar a los policías, por haber indicios de haber sembrado pruebas falsas.
Es innegable la interesada, tirante y compleja relación entre el poder y la prensa. Es interesada porque el poder, de toda índole, es uno de los tópicos más abordados por los medios de comunicación; y para los que detentan el poder, los periodistas somos una molesta conciencia pública, que no pueden desatender, razón por la cual algunos políticos pretenden “pegarnos o pagarnos”, como sostenía Álvaro Arzú.
La avalancha de críticas a Giammattei ha sido abrumadora, porque él pretende ejercer el poder violentando las leyes y las instituciones que rigen su legítimo ejercicio, y es cuando los periodistas debemos denunciar los abusos, convirtiéndonos en un contrapoder.