Gustavo Marroquín Pivaral

Licenciado en Relaciones Internacionales. Apasionado por la historia, el conocimiento, la educación y los libros. Profesor con experiencia escolar y universitaria interesado en formar mejores personas que luchen por un mundo más inclusivo y que defiendan la felicidad como un principio.

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Gustavo Adolfo Marroquín Pivaral

Nunca me he sentido más orgulloso de ser guatemalteco que en el año 2015, cuando vi que la sociedad despertó de su letargo y de su característica apatía y nos unimos para pedir la renuncia de Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti. Ver a miles de personas de todos los estratos de la sociedad inundar la Plaza de la Constitución para mostrar su rechazo e indignación por la corrupción endémica que azotaba el país fue algo que jamás pensé que sería testigo en mi vida. La gota que derramó el vaso fue que la CICIG había expuesto la implicación directa de OPM y Baldetti en varias redes de corrupción dentro del Estado.

Las manifestaciones masivas lograron su cometido y el binomio presidencial no tuvo otra opción que renunciar y ponerse a disposición de la justicia. Parecía que Guatemala experimentaba una especie de primavera democrática anticorrupción y que finalmente había una esperanza de hacer pagar a los políticos por sus descarados actos de corrupción. Hoy, viendo hacia atrás, nos damos cuenta de que no fue más que un espejismo. En pleno 2020 la sensación que prevalece es que el gobierno de Jimmy Morales y el actual de Alejandro Giammattei, han sido igual o más corruptos que el de los tiempos de OPM y Baldetti. ¿Qué sucedió? ¿Por qué tuvimos un retroceso tan marcado y drástico en la lucha contra la corrupción?

La democracia no es un fin en sí mismo. Este sistema político requiere de una constante y activa implicación de la sociedad civil a la hora de ser un contrapeso efectivo al gobierno. También es esencial para que un país goce de una democracia funcional, que su población no presente altos índices de pobreza y la educación sea una prioridad de Estado. Como bien sabemos, Guatemala falla en todos los anteriores requisitos básicos. En un país como el nuestro, la democracia se convierte en la tiranía de una mayoría poco o nada educada que los políticos manipulan a su antojo. Las elecciones en nuestro país son poco más que un concurso donde queda electo el candidato más popular, y no el más capacitado para el cargo.

En 2016, bajo el lema “Ni corrupto ni ladrón”, quedó electo Jimmy Morales. A tan solo pocos meses de haber logrado la renuncia de OPM y Baldetti, llegó al poder alguien que prometía continuar la lucha contra la corrupción. No fue más que una farsa. Morales prometió luchar por la justicia y apoyar la gestión de Iván Velásquez al mando de la CICIG, para luego declararlo non grato y expulsar ilegalmente a esta comisión internacional por investigar a su hijo y hermano en actos de corrupción. Desmanteló toda lucha contra la corrupción en todo el país, únicamente para ganar impunidad para sus familiares. La expulsión de la CICIG vino a poner un brusco fin a la única vez que los corruptos en este país sintieron que pagarían por sus crímenes.
¿Por qué hago énfasis en el nefasto gobierno de Morales? Movió cielo y tierra para expulsar a la CICIG. Cometió ilegalidades (en leyes nacionales y convenios internacionales) con tal de ganar impunidad y desobedeció dictámenes de la Corte de Constitucionalidad sin consecuencia alguna. Básicamente escribió el guion de como gobernar impunemente a futuros gobiernos. La desobediencia a la CC es importante, ya que sentó un precedente reciente de que no pasa nada si un político desobedece a la máxima corte en materia constitucional. ¿Acaso no vemos esto reflejado en la reciente negativa del Congreso actual a obedecer a la CC sin ninguna consecuencia?

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