Luis Fernández Molina
Cuando era niño decían que era de buena suerte encontrar uno de esos chayes aún filosos.
Como que en esos años mozos la fortuna era más dadivosa porque era común levantarlas del suelo. Los que sabían aseguraban que cuando estallaba un rayo, en el lugar del impacto se formaba una de esas piedras. Por eso le llamaban también “piedra de rayo” y chaye. Bonita imagen, pero no del todo correcta. Es cierto que esas piedras se formaron después de soportar una increíble carga de calor, pero en las entrañas de la tierra y no en la superficie y tampoco en un fulgurante segundo sino que a través de muchos años, siglos, millones de años para que el magna volcánico, a través de ese crisol de calor y presión, se convirtiera en vidrio porque eso es: vidrio natural.
Sin esa obsidiana las civilizaciones mesoamericanas no hubieran podido prosperar. Era una materia prima esencial; de ella se obtenían herramientas cortantes y punzocortantes. A falta de hierro o de cualquier otro metal (no se trabajó metal alguno). Por eso los depósitos eran sumamente valiosos en esta región, tanto como el pedernal lo era en las tierras bajas de Petén y Yucatán donde el suelo no era volcánico sino cárstico.
Cerca de la ciudad capital existen dos yacimientos que han sido explotados por más de 25 siglos de historia. En sentido figurado son lugares más ricos que la Cuenca del Ruhr, las minas de diamante de Kimberley, las colinas de Hierro de Minnesota, los depósitos de oro aluvial de Johannesburgo, la región carbonera de Rhondda en Gales o los potosís de Bolivia.
A unos 25 kilómetros están los afloramientos de obsidiana de El Chayal y unos 100 kilómetros después, en la misma cuenca del Motagua, estaban los ricos depósitos de jade (el que se exportaban hasta el centro norte de México y toda Centroamérica).
El Chayal estuvo bajo control de los señoríos del valle central (ahora la capital). Tiene más de 50 afloramientos (vetas expuestas) esparcidos en diversa geografía: Azacualpilla, San José del Golfo, San Antonio la Paz entre otros; de hecho, al costado de la carretera cualquier viajero puede apreciar uno de esos afloramientos, pero el más importante se denomina “La Joya”. En ese lugar se empezaba el proceso; se instalaron los talleres primarios que recibía el material extraído de la tierra. Los operarios in situ hacían taludes y sacaban los bloques a los que se les retiraba una corteza de piedra. Luego formaban tabletas y nódulos y ese producto “semiprocesado” se enviaba a Kaminal Juyú donde abundaban los talleres más refinados en los que “fabricaban” los muy diferentes artículos por medio de dos tecnologías: percusión y presión. Los hábiles artesanos se especializaron en localizar, en el corazón de la pieza, el “punto de fractura” e iban desprendiendo hasta llegar al núcleo del nódulo. La curvatura de las navajas dependía de dicho núcleo.
El derivado más común era la navaja prismática pero había una completa gama de productos, todos necesarios para, en defecto de metales, cortar y tajar la carne, cuchillos para sangrar el maguey, procesar alimentos; para defensa personal, lanzas, flechas y macanas y, claro está, para el “cuchillo del diablo” con el que hacían los limpios tajos en los pechos de las víctimas de los sacrificios humanos.
Nuestro Kaminal Juyú fue un “hub” industrial importantísimo que exportaba chayes a cambio de mercaderías de diversos lugares. Había otras factorías en Pachuca (México, Sierra de las Navajas, color verde) y Teotihuacán. Pequeños yacimientos en Tajumulco, San Martín Jilotepeque e Ixtepeque, Jutiapa, (que en náhuatl quiere decir obsidiana), Sansare (verde opaco), Otumba (anaranjado).