Julio R. García-Merlos
Los estados constitucionales se organizan en torno al respeto de la dignidad de la persona humana, de la cual, los principios de presunción de inocencia y debido proceso constituyen piedras angulares.
El 17 de agosto trascendió que en El Salvador detuvieron a Miguel Ernesto Daura Mijango, un empresario acusado por evasión tributaria por la fiscalía de aquel país. La Secretaría de Prensa del Gobierno de El Salvador difundió unas imágenes del capturado junto a miembros de las fuerzas de seguridad con uniformes militares y armas de grueso calibre. Además de este show mediático con una muestra de fuerza desproporcionada, la misma institución de gobierno difundió un video en su cuenta de Youtube en la que enumeraron una serie de obras públicas que se hubiese podido construir con el monto presuntamente evadido, presumiendo la culpabilidad en lugar de respetar la presunción de inocencia.
En nuestra región abundan quienes se llenan la boca con el discurso sobre derechos humanos, pero cuando se refiere de la defensa de la presunción de inocencia y el debido proceso, ningunean estos principios y fomentan prácticas que rayan en el autoritarismo de antaño. Con los hechos relatados, el gobierno salvadoreño vulnera la presunción de inocencia; según la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), esta no se limita a ser regla en juicio, sino también es regla de trato a los sindicados.
La Constitución de El Salvador en su artículo 12 consagra: “(…) toda persona a quien se le impute un delito, se presumirá inocente mientras no se pruebe su culpabilidad conforme a la ley y en juicio público, en el que se le aseguren todas las garantías necesarias para su defensa…” (más o menos lo mismo que consagra la Constitución Política de la República de Guatemala). Por su parte, la Corte IDH en el caso Caso Lori Berenson Mejía Vs. Perú consideró que “(…) el derecho a la presunción de inocencia, tal y como se desprende del artículo 8.2 de la Convención, exige que el Estado no condene informalmente a una persona o emita juicio ante la sociedad, contribuyendo así a formar una opinión pública, mientras no se acredite conforme a la ley la responsabilidad penal de aquella” (consideración reiterada en el Caso J. vs. Perú). Y en el caso Acosta y otros vs. Nicaragua, el mismo tribunal agrega: “(…) por ello, ese derecho puede ser violado tanto por los jueces a cargo del proceso, como por otras autoridades públicas, por lo cual éstas deben ser discretas y prudentes al realizar declaraciones públicas sobre un proceso penal, antes de que la persona haya sido juzgada y condenada”.
Al empresario salvadoreño lo presentan ante los medios de comunicación como un delincuente de alta peligrosidad social, a pesar de que el delito por el que lo acusan no implica eso. Desde la institucionalidad del Estado se crea una narrativa sobre su culpabilidad plena, sin que este ciudadano haya sido condenado en un proceso penal. Esto es una muestra del creciente autoritarismo que afecta a la nación vecina y de una tendencia hacia el irrespeto de los derechos fundamentales como parte de los ataques desde el gobierno al sector empresarial.
En Guatemala, hasta hace poco tiempo, muchos aplaudían estas presentaciones mediáticas a la usanza de los gobiernos autoritarios que buscaban destruir así el prestigio y buen nombre de sus enemigos políticos. Hay quienes no defienden la presunción de inocencia sino hasta que estas arbitrariedades vulneran sus propios derechos, los de sus amigos o parientes.
Julio García-Merlos
Twitter @jgarciamerlos