Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Un relato, relación o “historia” que debería recoger el libro de los hechos más insólitos del planeta –que pudieron haber escrito al alimón Kafka con Borges y Beckett- es el de que en Guatemala a los pocos días o meses de haberse “entronizado” un presidente de la República, el pueblo consciente -el que puede preocuparse en cosas que no sean la de ver cómo uno no se muere del hambre- quiere sacarlo a sombrerazos, escupitajos y desprecio. O, como diría Álvaro –R.I.P.- a morongazos.

Por eso es que el recurso del golpe de Estado ha sido siempre una “doctrina” muy bien recibida por los ciudadanos de porque, cuando hartos del Presidente que han elegido o que ha llegado por causa de otro golpe, conspiran para tumbarlo.

Los que hemos vivido con los ojos bien abiertos -desde la llamada asunción de la “democracia” al país, es decir desde el arribo al poder del cacique de los cínicos llamado Cerezo, hasta el día de hoy- hemos sido testigos de este oscuro secreto del deseo que habría dicho Buñuel: la sutil gestión o la clara acción marginal de la insubordinación y el complot. Y ya desde antes, los que cuando niños o adolescentes vivíamos por ejemplo los días de Idígoras Fuentes (orate si los hay) asimismo escuchábamos a nuestros mayores -más políticos que Robespierre- la solapada y discreta idea de botar al viejo a como diera lugar. Defenestrarlo para que cayera en el escusado. Acusarlo, sindicarlo de de lo que fuere. Pero pocos se atrevían a ponerle el cascabel al gato a no ser que fueras militar-propietario de un cuartel o destacamento de la parca.

Pero volvamos al porqué de esa patología guatemalensis que consiste en querer sacar o destituir al Presidente al poco tiempo de asumir el poder. Es muy sencilla: porque van a las urnas a depositar el óbolo sin pensarlo, por una acción automática, porque la vecina, el hijo o el marido así le aconsejaron, porque el candidato es muy guapo o muy joven (que no es el caso Giammattei) o porque no tenemos nada mejor qué hacer el domingo de las elecciones. Y, otros finalmente, porque en ello les va la vida ya sea como propietarios o ya como lacayos de un partido político amoral, que no son otra cosa que agencia de huesos, de transas y transacciones “soborníferas” y “cohechales”, de diputaciones mal habidas para la compra venta satánica de decretos y leyes

Los presidentes llegan al solio –además y esta es la causa principal y no el voto de los ciudadanos- porque entre bambalinas tremendistas así lo decide la clase dominante. Después se hace la desentendida cuando el alucinado da bandazos incontrolables. Y entonces resulta que el ungido por la casta superior es acusado por los mismos que en el fondo de los fondos del oro más sucio decidieron que fuera el Presidente. Esto sí es paradojal y alucinante: kafkiano.

Hoy vivimos una situación de nuevo igual y renovada: el Sr. Giammattei –a quien el ingenio chapín llaman lord pajas- ha dicho las frases más alocadas de los últimos años ante la pandemia que nos arropa con harapos hediondos: miren usted qué hacen, cuídese cada uno como bien pueda. Ahí vean ustedes. Que equivale a decir el famoso sálvese quien pueda que se pronuncia cuando una situación es trágica y cuando ya no queda otro recurso que las propias fuerzas. Qué sórdido, Sr. Giammmattei.

Sr. Giammattei: es usted un irresponsable. Un alucinado que no sabe lo que dice. Un tipo que ha perdido los estribos de su propia conducta. Un gobernante que ha defraudado al pueblo. Por los tanto un defraudador del orden público y del Estado de Derecho. Ha perdido usted su investidura y por eso le pido que ¡renuncie o lo renunciaremos!

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