René Arturo Villegas Lara
Le decía a un estudiante de la antigua Escuela Normal, el Conejo Barrera de Evian, ingeniero químico de profesión, que vivió mucho tiempo en los Estados Unidos y ahora reside en Santa Catalina Bobadilla, en las afueras de la Antigua Guatemala, quien fuera mi antiguo en el internado normalista de los años 50, le decía, repito, que de qué se podía quejar nuestra generación ya octogenaria, si estuvimos también encerrados o confinados en el Internado entre 1952 y 1957, no en un tonel como Diógenes el Cínico, pero sí en un precioso caserón lleno de palmeras reales, araucarias que llegaban hasta el cielo y nogales milenarios que desafiaban el paso de los años. Y ese encierro nunca nos amilanó, porque cuando nos internamos, pudimos decirles a los que quedaban afuera, como lo hizo Diógenes cuando se fue al exilio: “No se duela de mi porque me internan; duélanse de ustedes que se quedan afuera.” En mi caso estuve cinco años en ese internado y después seis años en el internado de la Residencia Universitaria de la USAC; así que, si la costumbre se vuelve regla de vida, para esto de vivir encerrado tengo la paciencia necesaria para soportar. Claro que sería decir una mentira si no tiene muchos y graves inconvenientes y consecuencias. Como decía Manuel José Arce en su Diario de un Escribiente, en este país de pobres de solemnidad, que son la mayoría y que engendrarán más pobres, ahora habrá que aumentar una dolencia más: la locura. El estrés que produce esta modalidad de encierro en el que no te dejan salir, es diferente y agobiante y ya lo está padeciendo mucha gente. El de los internados no era así, pues la vida en común era placentera. Pero, ante este aislamiento uno necesita, en primer lugar, trabajar, luego relacionarse con los demás por diversos motivos. A los maestros tener contactos con sus alumnos, porque eso de lo virtual es un paliativo no suficiente. Como decía un bolero de los años 50 “Falta el trato continuado…” Claro que, si la talanquera fuera abierta, debe ser bajo la divisa de un compromiso moral serio: usar la mascarilla y mantener la distancia suficiente para contener la propagación y que se cumpla. Pero, si estas sencillas prácticas eran lo prudente para evitar más contagios, ¿por qué embarcamos al país en una pandemia más seria: lo económico? No obstante, criticar las buenas intenciones no es justo ni honorable ni razonable. Al final, rectificar es sabiduría. Mientras tanto, allí en su tonel de Diógenes siga leyendo, acariciando sus chuchos, si los tiene, cortando hierbas en el jardín y comerlas en caldo, esperando que se cumpla el dicho común de que no hay enfermedad que dure cien años ni enfermo que los aguante.