Oscar Clemente Marroquín

ocmarroq@lahora.gt

28 de diciembre de 1949. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Periodista y columnista de opinión con más de cincuenta años de ejercicio habiéndome iniciado en La Hora Dominical. Enemigo por herencia de toda forma de dictadura y ahora comprometido para luchar contra la dictadura de la corrupción que empobrece y lastima a los guatemaltecos más necesitados, con el deseo de heredar un país distinto a mis 15 nietos.

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Oscar Clemente Marroquín
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Ayer se publicó un interesante artículo de Carolina Vásquez Araya en Prensa Libre sobre la forma en que en Guatemala se ha asentado la dictadura de la corrupción y dice la comentarista que estamos “atrapados en un sistema que no deja espacio alguno a la participación ciudadana, los guatemaltecos observan cómo –gracias a un pacto perverso- las cúpulas empresariales y políticas echan por tierra, con el respaldo del ejército, todo viso de institucionalidad y prácticamente declaran el establecimiento de otra dictadura más a esa historia plagada de delitos contra el pueblo” y que “el presidente no preside. Es un títere del sector empresarial organizado que ha secuestrado el poder por décadas a través de una entidad desde la cual utiliza toda clase de mecanismos para proteger sus privilegios a costa del desarrollo del país”.

Hay una comedia que habla de la dictadura perfecta en México, pero desde antes, en tiempos de Colosio, se hablaba ya de la dictadura del PRI como el modelo de una dictadura perfecta que, con remedos de elecciones y de participación, se mantuvo durante décadas alentando no sólo el poder autoritario de un partido y su corporativismo, sino también la práctica de una extensa corrupción que tenía entre sus cimientos el control de los medios de comunicación para restringir la información a la ciudadanía.

Desde hace muchos meses yo vengo hablando de la dictadura de la corrupción y creo que lo que dice Carolina cae como anillo al dedo para explicar cómo es que la misma funciona porque se capturó al Estado de manera que abandonara el cumplimiento de sus fines esenciales para ponerlo al servicio de los amos de esta nueva forma de dictadura. Las elecciones nuestras no son más democráticas que las que había en el México del PRI tradicional, con la diferencia de que aquí el “dedazo o las palabras mayores” no le corresponden al presidente saliente, sino al gran capital que decide dónde poner su inversión en campaña para determinar al futuro ganador.

El modelo no surgió recientemente sino que viene de buen tiempo atrás y lo destapó con pelos y señales la investigación sobre la cooptación del Estado que hiciera la ya casi olvidada CICIG, que supo poner muchos dedos en la llaga de este país. Y es eso lo que explica justamente por qué se ha llegado a ese extremo que tan gráficamente describe Carolina en su columna y que tiene ingredientes muy claros que lo equiparan a lo que vivía México, país donde todo lo que se publicaba tenía que recibir el visto bueno de Los Pinos, residencia presidencial, de la misma manera que aquí todo lo que se publica tiene que recibir aprobación de los anunciantes quienes, de lo contrario, bajan el dedo para condenar a muerte a los medios insurrectos. Y no perdonan ni a quienes se arrepienten de haber publicado la verdad y ofrecen ponerse de alfombra, porque hasta ellos sufren pues el arrepentimiento no implica perdón.

Y, como pasó en México, la dictadura se perpetúa porque el pueblo la tolera y la ve con indiferencia. La nuestra es cruel y sus efectos se están viendo trágicamente en esta pandemia, pero ni eso saca de su letargo a sus víctimas que somos todos los que no estamos metidos en la rosca de la corrupción.

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