José Carlos Gª Fajardo
Las Organizaciones humanitarias que trabajan con discapacitados ayudan en la integración social y laboral de estas personas. No sólo luchan contra las barreras físicas y psicológicas que dificultan su movilidad y aceptación social, sino desarrollando la propia autoestima y haciéndoles comprender que su puesto en la sociedad no puede ser ocupado por nadie.
Recoger a un paralítico cerebral en su domicilio, llevarlo a sus clases y al final de la mañana o de la tarde devolverlo a su casa, no es bastante a pesar de la hermosa tarea y del esfuerzo que supone para el voluntario. Se requiere conocer más datos: discapacitación, grado de autonomía y cooperación, sus necesidades académicas y sociales.
Hay que desarrollar la calidad humana del voluntario social, entrenarlo en la habilidad para manejar a los diversos tipos de discapacitados, fomentar su paciencia y hacerle comprender que la constancia es un elemento indispensable en cualquier servicio de voluntariado pero sobre todo en éste del que dependen personas que no viven en un centro especializado sino que nos aguardan cada mañana en el portal de sus casas y no podemos fallarles.
Hay que enseñarles también a saber decir no ante caprichos o depresiones que suelen surgir para tratarlos como a seres normales que son pero discapacitados. Hay que huir de la “piedad peligrosa» para no hacerles concebir esperanzas imposibles que los frustrarían.
Los voluntarios sociales que visitan hospitales psiquiátricos y centros que acogen a disminuidos psíquicos profundos se dan cuenta de que los pacientes son mucho más receptivos y sensibles de lo que pensamos. No pueden adoptar la necesaria distancia terapéutica de los profesionales. Son “instrumentos desafinados”, y es preciso tratarlos con mimo, habilidad y paciencia. Y con mucha ternura siempre.
Un discapacitado psíquico supone una alteración en el orden habitual, pero no por eso deja de tener sus modos de expresión y de comunicación. Aunque no funcionen las reglas de la lógica que configuran el pensar racional, podemos servirnos del inefable camino del corazón. La intuición supera los condicionamientos de la razón. En cierto sentido, es un atajo.
Esta es la actitud básica y el estado de ánimo que deben presidir nuestra relación con estos enfermos. Tenemos que adaptarnos a su peculiar dimensión del tiempo. Levantarlos, acompañarlos a la ducha, bañarlos con toda la paciencia y alegría del agua tibia con el champú espumoso. Secarlos con suavidad, ayudarlos a vestirse, según la necesidad de cada uno. No pretender quemar etapas. No hay prisas. Si hay algo que no falta en esos centros es el tiempo, esa hoguera en la que nos consumimos. Cada gesto, cada paso es como si formara parte de un rito y no debemos alterarlo. Dejémonos llevar por una suavidad ordenada no exenta de firmeza cuando sea necesario.
En los Centros de acogida a discapacitados psíquicos profundos el aprendizaje es lento, pero la paciencia y la prudencia son fundamentales. Tal vez sea más fácil ponerle un jersey en un minuto aunque él tarde cinco. Pero, entonces, la buena voluntad del voluntario se transforma en descuido que puede destrozar la tarea de meses de paciente repetición de actos dirigidos por un profesional que trabaja a diario con el enfermo, y no sólo en esas horas que el voluntario puede aportar en una labor complementaria a la del profesional. Este servicio puede ser formidable porque aporta algo distinto de la rutina: una alegría, una ternura y una paciencia que no siempre se pueden mantener cuando se trata de un largo aprendizaje.
En nuestro mundo regido por la mente, a menudo se olvidan los pequeños detalles, mientras que en “su” mundo hay que entrar de puntillas, para descubrir allí una riqueza de valores desbordante. Después de una mañana sin desperdicio, emerge siempre una pregunta: “¿Realmente aporto algo?” Uno cree que va a prestar una pequeña ayuda. Sin embargo, no es un intercambio en igualdad de condiciones, pues se recibe mil veces más de lo que se da. Pero es preciso abordar una cuestión que suele plantearse en algún momento de nuestro voluntariado. Es lo que he denominado «la sensación de manos vacías».
No se trata de que no haga lo suficiente en mi cometido ni mucho menos que sea estéril mi servicio ante tantas experiencias de soledad, de dolor o de injusticia. Al contrario, es el momento de experimentar la propia debilidad y la indigencia de todos los seres y de todas las cosas que anhelan alcanzar su plenitud aunque parezca que se mueren, como el grano de trigo o como la sal o como la levadura. Es la experiencia de la gota de agua que se sabe océano, de la persona que se sabe humanidad y que todo cuanto sucede tiene un profundo sentido. Lo que ocurre es que antes de encontrarnos con el dolor, con la enfermedad, con la injusticia y con la muerte tan sólo nos ocupábamos en sobrevivir, aunque hiciéramos muchas cosas y diéramos muchas vueltas, como Alicia que «corría y corría para estar siempre en el mismo sitio».
Esa sensación de manos vacías no debe asustarnos ni desanimarnos. Es en esa experiencia de debilidad donde se enraíza la auténtica fortaleza, que siempre es prestada. Una vez asumida esa debilidad, y ante cualquier desfallecimiento uno recuerda al sabio maestro Chuang Tzú «es el suelo quien te ayuda a levantarte». No pasa nada. Ante todo, mucha calma. A veces, es mejor descansar. Una buena siesta, un paseo, practicar algún deporte o divertirse con los amigos es una excelente terapia para esa fatiga de la experiencia del sufrimiento ajeno.
Por poco que hagamos, si dejáramos de hacerlo quedaría sin hacer eternamente. Otros, miles, millones de personas podrán hacer muchas otras cosas pero si nosotros no damos ese vaso de agua, ese agua quedará sin ser bebida. Lo grande, lo pequeño, lo caro, lo alto, lo bajo… no son más que categorías y apariencias que uno puede transformar con su entrega cuando no se buscan resultados ni se piensa en el mérito. El Patriarca Zen, Bodhidarma, respondió al Emperador de China “tus acciones no tiene mérito porque las realizas pensando en el mérito”. No se trata de empeñarse en hacer el bien, ni siquiera de querer hacerlo: basta con actuar con naturalidad y transparencia. Basta con ser consecuente para superar las barreras de la mente.