Mario Alberto Carrera
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He llegado a una edad en la que ¡tanto!, de lo que rechazamos por décadas presionados por la moralina de la aldea, lo aceptamos complacientes complacidos, porque –ante la infinita diversidad del mundo- nada es normal (qué es normal) y todo es y debe ser revisable.
La soledad casi absoluta en la que me refocilo y también me arrellano, me ha hecho comprender –hundido confortablemente en su riqueza mineral- que, entre menos afán, por tener y poseer y más congelación del deseo (“La realidad y el deseo”) más tersa es la habitación en que te sueño (la sueños son la realización sublimada de lo que deseamos con más vehemencia) y una manera de no desesperar en el confinamiento. Quedan estas alternativas: te sublimo, que sería lo mejor o te difiero para gozarte ¡yo solo! en la otra vida.
¿Que caigo en sutiles contradicciones? Pues sí, he sido paradojal desde siempre y más aún, desde que escribo y publico estas disquisiciones que molestan a lectores que realizan lecturas -de imbéciles- y profundamente superficiales.
Pero en lo que estaba: he dicho que por mi edad estoy más sediento de exprimir el carpe diem y por ello aceptar la diversidad de colores, banderas y gustos sin cuestionarlas ni cuestionarme ya. Ven tú a mí copiosamente. Sin embargo también por la misma condición debería coagular el deseo, porque el deseo nos pierde –eso ni qué dudarlo- cuando se desboca. Los griegos decían que podíamos tomar de todo, pero con medida. Otra contradicción, porque cuando se prueban ciertos placeres –aún los prohibidos si somos liberales- nuestro cerebro exige la repetición y entonces se puede abrir la puerta dorada de las adicciones. Se llama amígdala esa partecita cerebral del placer y de su repetición exigente, que puede ser el sexo, la cocaína o el aromado café o vos.
De ahí se deriva la contradicción: Por mi edad acepto todo ya: más allá del bien y del mal o inspirado en la “Genealogía de la moral” de Nietzsche. La pura neta, nadie sabe qué es el bien y qué es el mal. Todas esos despistes mentales no son sino convencionales acuerdos para gestionar el trabajo, dijo Engels y razón de “El malestar en la cultura”, dixit Freud. Te acepto y te amo en la diversidad, sin prejuicios y limpio de nuevo como una tabula rasa.
¿Pero es esa la felicidad?, querer tu juventud y tus locuras medio libertinas o volver al antiguo camino de las reflexiones orientales de “Los vedas” donde se aprende que el deseo es la causa de toda infelicidad; y se apartan los brahamanes –en lo posible- de cultivar el infortunio que ¡produce!, convencidos? Por eso es que Nietzsche despreció esas teorías orientales (y las cristianas, más aún) porque son causa de emascular la Vida y de renunciar a la Voluntad de Poder.
Pero puedo sustituirte –si tus demandas arropan peligro y abandono- por otro amor: el que me ofrecen los árboles inmensos de mi “jardín murado” de César y, como él, aprendiz aún de todo: incluso de “Aprendiz de viejo” para morir.
Y otro amor más pequeño: el de la sensación sexual que experimento al hundirme y ser hundido entre ese mar de matas enredos y arbustos, bajo el inmenso eucalipto de plata pura que sembré hace ya mucho y que hoy me prodiga los hijos de su sombra.
La muerte me cerca –aísla- en la pandemia horrísona, pero me es inevitable hablar de ti: eres tú el árbol más frondoso del jardín y el más plateado. Argento puro que entre mis manos, gimes.