Adolfo Mazariegos
Cuando escuchamos hablar de la pobreza y de la desigualdad, en un considerable número de casos, asumimos que ambos conceptos son una suerte de sinónimos que pueden usarse indistintamente con el mismo propósito. Y, aunque ciertamente están bastante emparentados -dicho a manera de coloquial ilustración-, es un error aseverar que una y otra cosa son exactamente lo mismo. En términos generales no científicos, puede decirse que la pobreza es esa situación o estado en el que se carece de los ingresos y recursos que permiten la satisfacción de las necesidades básicas del ser humano, tanto físicas como psicológicas, es decir, la subsistencia del individuo en una forma mínimamente aceptable; dicho esto sin ahondar en situaciones más concretas como la pobreza extrema, la indigencia, etc., (la subsistencia y lo aceptable, por lo tanto, también pueden ser conceptos objeto de múltiples cuestionamientos, según sea el punto de vista desde el cual se les aborde) y cuya definición es, obviamente, lo opuesto a riqueza, que no es cosa mala por supuesto, sería un error infantil decir lo contrario. En tanto que la desigualdad, definición expresada también de una forma bastante somera y asimismo en términos muy generales, es la forma en cómo las oportunidades se dan (o no se dan, según sea el caso) en igualdad de condiciones para unos y otros. Y he allí, justamente, la confusión que muchas veces ocurre entre ambos conceptos. En ese sentido, la desigualdad, según la misma Organización de Naciones Unidas, “también puede abarcar la expectativa de vida, la facilidad que tienen las personas para acceder a los servicios de salud, la educación de calidad o los servicios públicos. Hay desigualdades entre los géneros y entre los grupos sociales”. Dicho lo anterior, vemos que la desigualdad es un concepto bastante más amplio en tanto que para definirlo abarcamos no solamente la cuestión del ingreso y de los recursos que permiten la subsistencia humana aludida, sino también cuestiones ligadas a otras realidades que muchas veces rehuimos abordar, sea por temor, sea por desinterés o sea por conveniencia: verbigracia, la discriminación. La desigualdad puede darse no sólo entre individuos como ha quedado visto, puede darse entre grupos sociales, incluso entre países. Y es un asunto que trasciende lo económico y la forma en cómo se distribuyen los recursos y el ingreso en un conglomerado. Y, guste o no, tiene una profunda raigambre histórica muy difícil de obviar puesto que ha permeado la cultura y las estructuras en las cuales se han establecido los Estados actuales, particularmente en América Latina, en cuyos países los índices de pobreza y desigualdad social son bastante evidentes y elevados, y en muchos casos escandalosos por motivos políticos, dando paso, incluso, a una suerte de circulo vicioso que se repite continuamente, en tanto forma de exclusión social…