Mario Alberto Carrera
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En estos días –de inescrutable futuro- la reflexión (que no la meditación pasiva) entorno a la vida, a la muerte, al amor y al destino del Hombre –sobre un mundo que ha vulnerado, arrasado y contaminado- se vuelve irrenunciable.
Más bien –esa nueva posibilidad filosófico ontológica- se debe resolver como un imperativo: un viaje actualizador alrededor y por dentro de la Vida –con mayúscula- como la entendieron Schopenhauer, Nietzsche, Wittgenstein, Bergson: una individuación que surge de la nada y que está destinada a la nada del incognoscible noúmeno. Y entre estos dos puntos del tiempo del ser y del Ente: el sufrimiento de la pandemia, las tormentas que nacen vigorosas de las entrañas del mar, los terremotos (de tierra y del alma enamorada) de la frustración (acaso de no verte más) o de estar inmutables confinados y el imposible, para mí, acercamiento a un Cristo cósmico, como el que imaginaba Chardin. Tal vez porque nuestro ADN es tan similar al del cerdo y los primates…
Caminan la vida y la muerte por las calles y montañas y hambrientas aldeas de Guatemala como dos personajes alegóricos de la “Danza Macabra”. Alegoría medieval de la fugacidad de la vida y de la permanente presencia de la parca que como un ángel de la guarda exterminador, nos acompaña a la vera siempre, pero en la Edad Media aún más por la impronta de la peste negra y porque la gente (reyes o lacayos, ella aplana todo) apenas llegaba a la juventud. Por eso recordemos a Manrique (poeta encabalgado entre el Medievo y el Renacimiento) cuando dice en “Prosas a la muerte de su padre”:
“Nuestras vidas son los ríos
Que van a dar a la mar
Que es el morir.”
Que retornan ineluctables a mi mente, en martilladora ebullición por la pandemia cuando las cifras (de un Gobierno con trastorno bipolar e irresponsable) falsea los números mortíferos y mortales y de contagiados, que saltan –en cambio por otros canales de información- agresivos y contundentes sobre todo desde las páginas de los diarios, portavoces de los “infectólogos”, con “renovados” términos que sorprenden -en muchos casos- por la aberración del significante y del significado: aplanar (la curva) escalar y desescalar: desescalamiento, desescalada, epidemistas, “protocolo” (tópico ya insoportable) contagio, aislamiento, fases 0, 1, 2 y 3 (la miserable Guatemala aún no alcanza el 0) aceleración, confinamiento-aislamiento (términos antes sólo ya del privado de libertad) enmascararse (ponerse la mascarilla) distanciamiento social (enunciado que suena como a mayor discriminación) o deshumanización de la cultura 2020.
Como la pertinaz llovizna (vestida por su aparente levedad con piel de oveja y capa de terciopelo que nos envuelve hoy) caen sobre mí paciencia los vulgarizados términos de arriba matizados por la onda al uso. Voces cuya mala gestión podríamos discutir después/después, pero que en este segundo revisten una información que en su ilación nos ofrecen la evidencia más contumaz: que aunque creamos que podemos modificar, cambiar o dominar las condiciones del planeta como las distancia encogidas por los vuelos o las medioambientales como el frío o el “descubrimiento” de la Luna, no hemos hecho casi nada por domar la fuerza, las energías o la vitalidad de la Tierra. Los virus –tan olvidados casi siempre- nos retan, como ahora, y nos demuestran que la parca y la enfermedad (una de las cuatro situaciones límite que Buda/Gautama no debería conocer para no derivar en monje) son emperadores del mundo.
Como comencé diciendo: es hora de muerte y de recuperación: “hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir”: de reflexión filosófica y no de inerte meditación y Kyrie eleison.
“Nada nace ni nada perece. La vida es una agregación y la muerte una separación”, dixit Anaxágoras.