Gustavo Marroquín Pivaral

Licenciado en Relaciones Internacionales. Apasionado por la historia, el conocimiento, la educación y los libros. Profesor con experiencia escolar y universitaria interesado en formar mejores personas que luchen por un mundo más inclusivo y que defiendan la felicidad como un principio.

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Gustavo Adolfo Marroquín Pivaral

Decidí escribir esta columna a raíz del auténtico asco que sentí al ver las imágenes del día de ayer con el policía de raza blanca con la rodilla en la nuca del afroamericano George Floyd. Se me ensombreció el semblante y pensé en dos cosas: la primera fue hacer una inevitable comparación de esta situación con los momentos más duros e inhumanos de la segregación racial (legal) que experimentó Estados Unidos a mediados del siglo XX. Mi segundo pensamiento fue más bien sobre la realidad social que ha habido en nuestro país por siglos, en donde principalmente los indígenas, han sufrido la misma discriminación y maltrato físico que sufren los afroamericanos en el país norteamericano. Tristemente, hay una gran diferencia… actos, como lo ocurrido, ayer no despiertan en nuestras sociedades el mismo nivel de indignación moral, social, político y mediático.

¿Qué lleva a los humanos, que presumimos de poseer una racionalidad superior a cualquier especie, a comportarnos de manera tan primitiva? Somos una especie profundamente insegura. La propia evolución de nuestra especie nos dictó un camino muy distinto a lo que se suele creer comúnmente y que puede chocar de frente con las narrativas creacionistas de índole religioso. No fuimos creados, evolucionamos lenta y progresivamente. El ser creados por un ser superior (llámele como quiera) implica que estábamos predestinados a ser la especie dominante en el planeta. La evolución implica la lenta adaptación de las especies en sus condiciones y que desaparezcan las que no son capaces de dicha adaptación.

Según muestran las evidencias arqueológicas, no había nada hace 400,000 años que presagiara que nuestra especie algún día iba a caminar sobre la luna. No había nada en particular en el Homo Sapiens que indicara que llegaríamos a dominar el mundo sobre cualquier otra especie. Hoy día estamos acostumbrados a no tener depredadores naturales y estar en el tope de la cadena alimenticia, pero esto es reciente. Por varios miles de años estuvimos en la mitad de dicha cadena, así como cazábamos a otras especies, nosotros mismos éramos cazados por los grandes depredadores. Vivíamos en pequeñas comunidades, con un ojo siempre abierto para estar alerta de las amenazas que había en la oscuridad de la jungla. Éramos tan pocos y vivíamos tan aislados los de nuestra especie en la vastedad del mundo, que mirábamos con recelo, desprecio y sospecha cualquier otro grupo humano que se cruzase en el camino. Siempre tuvimos un sentimiento muy marcado de “nosotros y ellos”.

El descubrimiento del fuego lo cambió todo. De pronto, en un salto muy rápido, pasamos a estar en la cima de la cadena alimenticia. Pero ese salto tan apresurado a la cima por un factor externo a nosotros hizo que nuestros miedos e inseguridades prosiguieran. Nuestra mente no se pudo adaptar a esa velocidad y la ansiedad que sentíamos por los depredadores que acechaban en la oscuridad continuó y se adaptó a las nuevas realidades. Hoy día las sociedades en conjunto le temen al extranjero desconocido, las sociedades son renuentes a aceptar fácilmente a todo aquel que consideren fuera del “nosotros”. Por siglos ese miedo se ha manifestado de forma racial. Las sociedades y culturas no avanzan al mismo tiempo que las realidades de su tiempo.

Grandes luchas y reformas sociales han llevado a que la discriminación ya no sea legal. Pero una ley en un pedazo de papel no modifica las conductas y creencias en las culturas que se arraigaron por siglos. La única arma eficaz que tenemos para enfrentar el racismo no es la fuerza bruta, ni mejores leyes. Lo que necesitamos es más educación y que la gente lea más para que ellos mismos se den cuenta de sus propios prejuicios.

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