Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

post author

Adolfo Mazariegos

En el marco de lo académico (y descrita someramente), la política es una ciencia social que estudia la forma de organización del Estado, sus elementos constitutivos, su historia, sus particularidades, sus probabilidades futuras, etc. Es una ciencia mediante la cual, en muchos casos, se busca dar solución a aquellos problemas que suponen las relaciones de poder en una sociedad humana. En el marco de la teoría llevada a la práctica, muchos describen la política como el arte de gobernar; otros indican que es una ciencia a través de la cual es posible realizar acciones tendientes al beneficio colectivo; y no falta quien indique que es una mezcla de ambas cosas: es decir, una ciencia y un arte al mismo tiempo. No obstante todo ello, en la actualidad, en ese ejercicio de la política que conlleva la función pública (por lo menos en Guatemala, que es el caso que ahora nos ocupa), se observa una suerte de tendencia particular que percibe o concibe a la política como una finalidad en sí misma y no como un medio, lo cual no deja de preocupar en términos de la calidad humana e intelectual de quienes ejercen cargos públicos, sea por elección popular sea por nombramiento, y desnuda una realidad oscura que pareciera irse arraigando en el imaginario de un conglomerado cada vez mayor que no opone resistencia (o muy escasamente, a veces), dado el aumento en las prácticas clientelares y personalistas en el ámbito de lo que ha llegado a aceptarse por dicho conglomerado como una práctica política “normal”. Además, ello representa un verdadero peligro que implica resultados nefastos en corto, mediano y largo plazo para la democracia y para la vida del Estado en términos generales, en función de la existencia de intereses aviesos que dicha dinámica pueda representar en un momento dado. Noticias como -por ejemplo-, la erogación de varios miles de quetzales del dinero público para pagar mariscos, carnes y jamones por parte de diputados al Congreso de la República en plena pandemia (pudo ser en cualquier otro momento, da igual, aunque por la coyuntura el hecho aludido pareciera tener un agravante); o las fotografías difundidas por varios medios en las que parecía evidenciarse el desvío, por parte de un dignatario de la Nación, de productos de primera necesidad manejados por una institución del Estado y cuyo destino se supone habría de ser otro con fines más solidarios, sin clientelismo y sin incurrir en apropiación indebida, ilustran perfectamente lo descrito: llegar a la función pública para servirse de ella; para hacerse con el botín en el que se han convertido paulatinamente para muchos (no generalizo, por supuesto) el erario y los puestos públicos… La política, como quedó esbozado brevemente líneas arriba, es algo muy distinto a la práctica que cada vez lleva a la función pública más personas con intereses cuestionables, y mucho menos preparados para enfrentar los retos que verdaderamente supone sacar adelante a un país.

Artículo anteriorGiammattei descubre el agua azucarada
Artículo siguiente“No existen los derechos absolutos”