Adolfo Mazariegos
Durante los últimos dos o tres meses, la sociedad, en términos generales, ha visto cómo algunas de las cosas que a través del tiempo probablemente hemos asumido como “normales”, han empezado a cambiar, quizá para siempre. Otras irán cambiando sobre la marcha; mientras que otras tantas, sin embargo, tal vez sigan siendo igual o incluso empeorarán en detrimento de unos, pero en beneficio o simple satisfacción de otros. Otras tantas cosas más, sencillamente, no tendrán por qué cambiar. Lógico es suponer que así suceda, así ha sido la dinámica humana hasta donde se ha llegado a saber a través de la historia, particularmente cuando existen crisis económicas y sociales (o sanitarias) como la que enfrenta el mundo entero actualmente. Y no es esta una perspectiva fatalista, para nada, todo lo contrario; explico por qué: a veces, sencillamente olvidamos las pequeñas cosas que enriquecen la vida y que hacen sentir bien a nuestro corazón más allá de lo económico (romanticismos aparte), razón por la cual también a veces necesitamos realizar una suerte de ejercicio mental -personal- con el afán de reflexionar brevemente (si cabe), acerca de algunas de esas cosas que, quizá por la costumbre o por la rutina a la que nos expone la vida cotidiana en este nuestro mundo moderno, probablemente pasamos por alto. No obstante, en días como los que corren, es fácil suponer -o imaginar- que se extrañan esas pequeñeces e insignificancias, mismas que nada tienen que ver con clases sociales, con ideologías o con la necedad de algunos seres humanos que se resisten a entender o aceptar que todo en este mundo (al menos lo físico) tiene fecha de caducidad, todo es efímero, pasajero, incluso las pandemias, incluso el ejercicio de poder al que a veces nos aferramos como especie capaz de razonar. Hoy, muchos extrañamos, por ejemplo, una taza de café en un sitio tranquilo, sin importar si es en un establecimiento de lujo en la ciudad o en algún sitio de un pueblito sencillo en eso que a veces denominamos el interior del país; extrañamos saludar personalmente a quienes apreciamos y decirles lo importantes que sin duda son en nuestras vidas; o añoramos sentarnos con alguien a observar las estrellas sin más y bebernos una copa de buen vino, sorbo a sorbo, sin prisa, sintiendo el fresco de la noche y escuchando ese particular jazz que ejecuta la naturaleza sin mayores pretensiones… Experimentar todo eso, y más, seguramente sería fabuloso. Pero…, volvamos por un segundo a esa mencionada Guatemala profunda del interior del país, allí donde la desnutrición es aguda y punzante como aguijón de avispa, allí donde beber un buen vino, tomar un buen café en un establecimiento de lujo, o sencillamente sentarse a disfrutar la lectura de un libro muy querido, son poco menos que una utopía… Allí, las cosas pequeñas se vuelven quizá más pequeñas aún, pero seguramente siguen manteniendo viva una esperanza…, esa esperanza de que toda noche conduce a un nuevo día…, ojalá.