Agitados por la tormenta y engavetados en las residencias son pocas las posibilidades de percibir brisas oxigenadas que nos refresquen el espíritu. Arrastrados estamos en un torbellino de noticias que parecen regodearse repitiendo la misma marcha fúnebre. Pasan a nuestro lado muchas otras noticias, acontecimientos o conmemoraciones a los que poco caso se les presta.
El pasado sábado 25 fue un aniversario más de la muerte de Pedro de San José. Falleció en ese día del año 1667 y al día siguiente fue enterrado en el templo San Francisco el Grande. Tenía apenas 41 años y solo 16 años de estar en la ciudad de Santiago. Obviamente el señor Betancourt es un personaje religioso, un santo para los que somos católicos y le profesamos devoción. Pero hay algo más, era una persona normal, igual que usted y yo. Tenía una personalidad voluntariosa, muy peculiar, con las aspiraciones y frustraciones de todos los humanos; alguien que pasó por muchas crisis internas. De niño sufrió una enfermedad paralizante que le dejó varias secuelas. La salida de su natal Tenerife fue precipitada al punto que la despedida de sus padres fue por medio de una misiva que envió con propio desde el puerto. Durante el azaroso viaje por mar no tenía idea del lugar a dónde iba. En Cuba escuchó el nombre de “Goathimala” y con ello iba descubriendo ese destino que lo iba guiando alguna fuerza superior. De La Habana a Honduras sufrió una grave enfermedad al punto que el capitán del navío lo dejó abandonado en las inhóspitas playas de Trujillo para que allí muriese y no contaminase su mal.
Afortunadamente se recuperó y continuó su recorrido rumbo a la capital del Reino. Iba a pie, a veces solo y en otros tramos se acomodaba a alguna caravana, intercambiando con los muleros y las recuas. Todo su equipaje lo llevaba consigo: dos mudadas de ropa, un libro religioso, una cruz de madera que él mismo había tallado de niño y tres semillas de datilera. Nada más, no había forma de acarrear más. Al llegar a Santiago sacudió un terremoto y tuvo que buscar cobijo y trabajo. Algunas crónicas muy piadosas e ingenuas cuentan que los vecinos estaban alborozados porque había llegado. No es cierto, nadie tenía ni idea quién era y acaso lo veían con desdén: un pobre viajero con ropas gastadas y sandalias viejas.
Mientras buscaba quehacer que le procurase sustento, se enfermó nuevamente. Era claramente enfermizo. Al sanar encontró empleo con Pedro Armengol. Trató al mismo tiempo de estudiar. Su confesor, padre Lobo, jesuita, le sugirió el Colegio de San Borja. Pero, en ese entonces, sus entendederas eran insuficientes para dominar el latín y otras materias. En pocas palabras fracasó en su intento de ser sacerdote. Ello le causó gran desazón al punto que pensó escapar de todo. En ese intento se detuvo en Petapa. Allí tuvo una epifanía que le marcó el destino en lo que podríamos decir que es la “segunda parte” de su vida, su “vida pública”.
Mucha tinta ha corrido y son abundantes los autores que escriben sobre su vida. Sin embargo, se han enfocado desde una perspectiva pietista –demasiado pietista, envuelto en volutas de incienso—y ajeno el personaje de su entorno inmediato. Debemos recordar que Pedro era Él “y su circunstancia.” Esa Goathemala del siglo XVII donde había conflictos entre españoles e indios (terminología de época), entre los propios españoles (criollos o peninsulares), entre indios (cakchiqueles, quichés, mexicanos, etc.), entre las órdenes religiosas, etc. El repartimiento y las encomiendas estaban vigentes. En fin, un universo del que no podemos sustraer al viajero de Tenerife.