Eduardo Blandón

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Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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Eduardo Blandón

Una de las virtudes que quizá deba cultivarse en nuestros días, quien lo diría, es el de la ignorancia.  Ese hábito que consiste en sustraerse de las noticias diarias, ya no solo como forma efectiva de protección de nuestras emociones, sino como estrategia para no exponerse a la mentira y la manipulación de las noticias que circulan por todos los medios.

Hablo de virtud porque requiere esfuerzo.  Lo natural es husmear en las redes sociales, participar en los grupos de WhatsApp y, peor aún, dar pábulo a casi todo reenviando los bulos con una candidez que para los pelos.  Da la impresión de que la suspicacia, al menos en estos ámbitos, es escasa o nula y, ya se sabe, sin crítica estamos a merced de los impostores.

La idea de que debemos tomar distancia de lo que vemos, ponernos en guardia, es tan vieja que quizá lo olvidemos.  Ya Platón con su celebérrimo “mito de la caverna” observaba que la realidad trasciende lo sensible y que extraviamos el camino si nos atenemos a las sombras y no ascendemos por la vía de un esfuerzo intelectual a la verdad. Quiso advertirnos el antiguo maestro que estemos despiertos porque lo nuestro es particularmente una especie de teatro (y de los malos).

Nosotros nos empeñamos, sin embargo, en dar crédito a casi todo lo que vemos, oímos o leemos.  Quizá sea, bien por la envoltura del producto que con el tiempo ha sofisticado su presentación, o bien porque somos “fáciles”, hombres y mujeres inocentes que nos fiamos porque (qué bueno somos) no vemos maldad en los falsos profetas que nos anuncian sus noticias.

Si es así, ¿a quién debo creer? ¿en quién debo confiar?    Obviamente no en príncipes ni instituciones del Estado.  No debe fiarse de los personajes de televisión ni las autoridades religiosas.  Hay que profesar el ateísmo de los medios de información.  Ignorar las redes sociales.  Alejarse de la opinión pública.  Tomar con cautela eso que llaman “ciencia”.  Ser apóstata de lo sagrado y renegar de todo acto de fe.

Solo debemos sentirnos obligados por nuestra conciencia.  Pero para ello, es fundamental educarnos, conquistar el conocimiento y labrar nuestro propio destino.  Lo demás es borreguil, el camino del siervo en un idilio enfermizo con su amo.  La vida transitada en clave ajena, sin autenticidad, falsificada, “chafa”.  No merece eso nuestra existencia.

Concluyamos, pues, con la declaración del poeta a ver si podemos reconducirnos con mayor cautela:

Yo sueño que estoy aquí

destas prisiones cargado,

y soñé que en otro estado

más lisonjero me vi.

¿Qué es la vida? Un frenesí.

¿Qué es la vida? Una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño:

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.

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