Gustavo Marroquín Pivaral

Licenciado en Relaciones Internacionales. Apasionado por la historia, el conocimiento, la educación y los libros. Profesor con experiencia escolar y universitaria interesado en formar mejores personas que luchen por un mundo más inclusivo y que defiendan la felicidad como un principio.

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Gustavo Adolfo Marroquín Pivaral

Cada época que el humano ha existido ha contado con una serie de ideas, concepciones, nociones, paradigmas y verdades que en su momento son considerados como incuestionables. En el Antiguo Régimen, cuando las monarquía absolutistas eran la regla, cuestionar la idea que Dios mismo era quien elegía a los reyes (Derecho Divino) era algo de suma peligrosidad y la propia vida podía estar en juego. Durante la Edad media, cuestionar la infalibilidad del Papa, de los preceptos de la Biblia y la religión era desatar la ira de cualquier miembro de la sociedad (por no mencionar que uno podía resultar atado en una hoguera en un santiamén).

Considero que en pleno siglo XXI, el simple acto de cuestionar el capitalismo es algo que le vale a uno la fama de necio, de comunista y de ignorante a toda regla. Estoy seguro de que si alguien fanáticamente capitalista lee estas líneas, con seguridad ya habrá lanzado un insulto y dejado de leer esta columna. Más allá del valor a la individualidad y las libertades inherentes a la persona (preceptos con los que estoy de acuerdo y defiendo), considero que el capitalismo, como toda creación de la razón humana tiene muchas fallas y no debe de escapar a la crítica.

En tiempos recientes, considero que la principal falla, miopía e irracionalidad del capitalismo radica en tener la lógica de perpetuar el crecimiento económico en un mundo de recursos finitos y cada vez más escasos. Según aportes de autores sumamente preparados como Héctor Tejero y Emilio Santiago: si todos los humanos que habitan el planeta en la actualidad (más de 7,500 millones) vivieran al nivel socioeconómico de un estadounidense promedio, necesitaríamos de cinco planetas tierra para darnos abasto.

Doscientos años de bombardeo publicitario consumista han modificado nuestro pensamientos de tal manera que cuesta cobrar conciencia de esto. Este constante bombardeo ha causado que nuestra propia libertad sea sopesada y sustentada únicamente en la medida de nuestra capacidad adquisitiva. Se nos enseña que somos los timoneles de nuestro propio destino, pero a la vez nos venden la idea de la sórdida acumulación de bienes es la única manera de progresar en esta vida. Vivimos con esta mentalidad errónea de abundancia infinita de recursos, y básicamente vivimos consiente o inconscientemente con la mentalidad de reemplazar, en lugar de reparar. Si algo se arruina, es más fácil comprar otro que arreglarlo. Al final, siempre estará el mercado para satisfacer nuestras necesidades.

Seguimos produciendo a ritmos irresponsables como si todavía existiese un “Salvaje Oeste” por descubrir o algún continente abundante en recursos por explotar. Pero según apuntan los expertos citados con anterioridad, desde 1980 el ser humano sobrepasó los límites de la Tierra para regenerar los recursos naturales que explotamos. Cuarenta años agradando una deuda que no podemos pagar.

Vivimos en un mundo cuyo ecosistema es igual o más frágil que cualquier intento de iniciar una colonia en un planeta inhóspito como Marte. En gran medida tenemos la fantasía de asemejar lo más posible el estilo de vida de nuestro planeta en Marte, porque nuestro sistema económico actual marcha a ritmos desenfrenados por dejar a la Tierra como actualmente es Marte. Se ha dicho que el ser humano es un ser racional, pero como dijo el filósofo Bertrand Russell, “He pasado toda mi vida tratando de encontrar alguna evidencia que sustente esa afirmación.” No puedo encontrar nada más irracional en defender fanáticamente el capitalismo actual (en lugar de reformarlo) cuando nos está llevando al colapso civilizacional.

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