En las últimas décadas la humanidad sufrió un importante cambio en su comportamiento porque se privilegió el individualismo y fueron lanzadas a la hoguera todas las ideas de solidaridad y hasta de compasión. El éxito cada vez más se fue midiendo por la capacidad de amasar fortunas y de adquirir bienes, desatándose una lucha en la que imperaba el derecho individual porque dentro de las nuevas corrientes económicas se aniquiló la idea de que pudieran existir Estados capaces de regular el ritmo de la actividad individual y, por lógica exclusión, los que históricamente habían tenido menos oportunidades se fueron quedando más atrás y como consecuencia de ello se produjo la mayor situación de inequidad que haya existido a lo largo de toda la historia de la humanidad.
Hoy, sin embargo, todos terminamos dependiendo de la responsabilidad social del otro porque en medio de la pandemia del coronavirus es fundamental que yo no contagie a nadie y que nadie me contagie a mí. Y si todos tomamos seriamente las necesarias precauciones, por supuesto que se puede reducir el impacto del mortífero COVID-19, a niveles realmente bajos, si socialmente respetamos las instrucciones relacionadas con el distanciamiento, la higiene y el uso de mascarillas. Pocas veces como ahora mi destino depende tanto del comportamiento colectivo y por ello es que voces autorizadas como la del Papa Francisco hacen tanto énfasis en el concepto de la solidaridad.
Es un momento en el que el individuo por sí solo no podrá salir de la crisis porque por sano que pueda estar o sentirse, depende de la responsabilidad de sus semejantes para no contraer la enfermedad. Aún el que se pueda aislar en una cómoda torre de cristal, necesita de insumos para sobrevivir y esos insumos no los puede producir sino que los tiene que adquirir en una cadena donde es indispensable que todos los que participan tomen las debidas precauciones para impedir que se propague el contagio.
No se trata de teorías sociales ni de ideologías políticas. Simplemente es retornar un poco al origen de la vida en sociedad, cuando la gente empezó a convivir porque entendió que eso hacía más fácil la vida, ya que el esfuerzo común generaba también beneficio común. En los primeros tiempos la gente se unía para cazar o para sembrar y obtener comida, imponiendo la necesidad de solidaridad para garantizar la subsistencia en aquellos tiempos en los que no existían modernos medios de producción sino rústicas formas de sobrevivencia.
Hoy estamos como en aquellos olvidados días, dependiendo uno de la responsabilidad del otro y entendiendo que el uniforme cumplimiento de las normas es lo que nos permitirá salir de la crisis. Pero la gran pregunta es si seremos capaces de aprovechar el mensaje y entender que debemos abandonar esas nuevas costumbres que nos han llevado al individualismo extremo, llegando a niveles de absoluto egoísmo. Yo creo que mientras el coronavirus esté allí y sea una grave amenaza, todos tenderemos a vernos como semejantes, como verdaderos prójimos y Dios quiera que esa actitud impida que la necesidad, el hambre y la inequidad provoquen estallidos que terminen en tragedias.