Por: Adrián Zapata
El actual gobierno ha sido ideológicamente adversario de la Agricultura Familiar, AF. No quiere oír hablar de campesinos.
Comenzaron diciendo que al agro había que desarrollarlo a través de la promoción de las exportaciones. La agricultura familiar la consideraban una ilusión sin fundamento creada por los organismos internacionales, particularmente por la FAO y por la reivindicación de las organizaciones campesinas trasnochadas, que no entiende de la modernidad. Como todo lo ven mediante el lente engañoso del crecimiento económico, les cuesta entender la relevancia que la AF tiene, cuando la comparan con la riqueza que se crea con las exportaciones agrícolas. La ven como la actividad económica propia de la pobreza y, por lo tanto, apoyarla equivaldría a perpetuar dicho status. Creen que a ella le es inherente la condición de infra y, si mucho, subsistencia. Si acaso podría ser un coadyuvante en la búsqueda de la seguridad alimentaria y nutricional de los más pobres, y nada más. A quienes se dedican a ella, que son los más pobres, los consideran como una “carga” que debe ser atendida mediante acciones asistencialistas. La clave está, según ellos, en apoyar a otros actores más dinámicos, exportadores, así como a la pequeña y mediana empresa que podría genera empleo para esta masa de ignorantes y miserables. Para el gobierno, el apoyo al “emprendedurismo” es lo realmente trascendental. Ellos sí, junto a los grandes exportadores, son quienes tienen las capacidades y/ó potencialidades de producir riqueza, es decir, crecimiento económico. Afirman que de esa riqueza dependerá el derrame que llegue a los de abajo, vía empleo.
Y, lamentablemente, en la situación crítica que vivimos actualmente se vuelve a expresar esta ignorancia, bien intencionada pero ignorancia al fin.
Por eso, en la asistencia inmediata que la mayoría de la población requiere para enfrentar los efectos de la cuarentena, se ha pensado en tres actores: los más pobres vía transferencias monetarias o entrega de alimentos, en los emprendedores de las pequeñas y medianas empresas que requieren apoyo para no quebrar y en la fuerza laboral formal cuyos salarios se ven afectados. Pero los agricultores familiares en particular y los campesinos en general, están fuera del radar de la comprensión de nuestros gobernantes. Ni siquiera lo que sucede ahora en Patzún con el cerco a la producción agrícola los hace abrir los ojos.
No entienden con suficiente claridad que son ellos los que hacen posible que haya alimentos en las mesas de los hoy confinados, en Guatemala y en el mundo, sin lo cual la cuarentena sería imposible. No comprenden que esos alimentos los producen, en un setenta por ciento, esta masa campesina. No se dan cuenta que para enfrentar los dramáticos efectos económicos que derivarán de la crisis sanitaria, la agricultura familiar podrá ser una fuente de trabajo muy relevante para la gran mayoría de la población rural, de tal manera que puedan hacerle frente a la pobreza que los agobia. No perciben la tremenda potencialidad que tiene la economía campesina como dinamizadora de las economías locales. Menos aún entienden su amigabilidad al ambiente, cuyo deterioro pone en jaque la existencia de la humanidad.
Ni empresarios, ni gobernantes escuchan el grito de los campesinos. Los siguen ignorando. Invertir en ellos es para esta miope visión, desperdiciar recursos. Por eso le fue tan fácil al Presidente anunciar el cierre de la Secretaría de Asuntos Agrarios, sin siquiera considerar la posibilidad de reformar la institucionalidad agraria en su conjunto para hacerla correspondiente a las necesidades de alcanzar la paz social y el progreso, particularmente en los territorios rurales.
Superemos la sordera. Escuchemos la voz de los campesinos.