Adrian Zapata

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Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Por: Adrián Zapata

Alguien me decía, con mucha certeza, que en nuestro país las profesiones se ponen de moda. Cuando todo se judicializó, los abogados pasaron a la palestra. Todos nos creíamos juristas, discutiendo cómo resolver los problemas sociales por esa vía. Ahora, todos somos médicos, particularmente epidemiólogos. Somos expertos en las enfermedades virales, en las etapas de contagio, en los procesos de superación de las epidemias, en fín, tenemos doctorados en pandemias.

Están vigentes y preponderantes las discusiones sobre las medidas epidemiológicas adecuadas. Hasta hay un debate en relación a las políticas sanitarias que las contrastan con las económicas, al punto de plantear la contradicción entre salud ó economía. Mientras las histéricas capas medias gritan “cuarentena”, los sectores populares se angustian porque el día que no trabajan, no comen. Al mismo tiempo que el Estado clama por recursos para que el sistema de salud pueda atender la demanda de servicios, los empresarios exigen que se proteja a las empresas con beneficios tributarios. El clásico dilema existencial de “ser o no ser” se convierte ahora en salud o economía, o sea vivir o producir. Es previsible, probablemente, que la siguiente profesión de moda sea la de los economistas y todos nos volvamos tales.

Pero hay algo que no se pone de moda, que casi ni se menciona, que sigue invisibilizado, a pesar de la relevancia que la coyuntura actual, nacional y mundial, debería hacer evidente. Me refiero al rol vital que juega el agro en la vida social y económica de cualquier país. Quienes viven en las ciudades, que cada vez son más en el mundo, suelen olvidarse que la comida que compran en los supermercados no se produce allí. Las verduras, las legumbres, los granos, la carne, los lácteos, etc., provienen de la tierra.

“Quédese en casa” dice el slogan que se repite constantemente. Pero ni aquí en Guatemala, ni en la Conchinchina, es posible hacerlo si no se garantiza que tengamos comida. Acá, como en el resto del mundo, el setenta por ciento de los alimentos que consume la población es producido por agricultores familiares.

El gobierno actual, con lujo de ignorancia bien intencionada, anunció con bombos y platillos que el agro se desarrollaría exportando.

A la agricultura familiar se le identifica con la economía de la pobreza y, por lo tanto, muchos pretenden borrarla de los contenidos de la política pública. Esta miope visión pretende centrar, de manera absoluta, las actividades productivas del agro en la producción para la exportación y en la atracción de inversión que produzca empleos. Total, para quienes así piensan, mejor tener dinero para comprar comida que dedicarse a producirla.

La Cámara del Agro acertadamente ha dicho, en los últimos días, que la agricultura, así en general, está garantizando que en la mesa de los guatemaltecos, no falte el alimento y, a partir de esa correcta afirmación, pretenden legitimar los monocultivos, como que ellos fueran los que garantizan el alimento referido.

Es hora de reflexionar. Así como se ponen de moda las diferentes profesiones de acuerdo a las coyunturas, pongamos ahora de moda al campesino, valoremos su aporte a la sociedad y a la economía. No digo que nos convirtamos ahora todos en campesinos disfrazados. Tan sólo pretendo visibilizar su relevancia. ¡Ellos son los productores de alimentos!

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