Raúl Molina
Cuando era joven, al igual que muchos más de la época, estaba dispuesto a arriesgar la vida por una causa justa, como lo hicimos las y los estudiantes durante las Jornadas de marzo y abril de 1962, y luego lo hizo lo mejor de una generación, para cambiar la situación del país. Esa disposición al sacrificio, hasta las últimas consecuencias, aparece hoy en el enfrentamiento de jóvenes a la pandemia del COVID-19. Son muchos los ejemplos, incluidos familiares y amistades, de personas voluntarias para ayudar a las personas de tercera edad, que son las más vulnerables ante el ataque del virus. Llegan como portadores de medicinas, alimentos y otros artículos sustanciales, para evitar que los mayores salgan a las riesgosas calles y sitios de aprovisionamiento, o llegan con vehículo para llevarlos a citas ineludibles, como las de médicos y dentistas. Saben que se arriesgan; pero al igual que en los tiempos del conflicto armado interno -cuando la solidaridad se ejerció siempre con responsabilidad y convencidos de que el país no necesitaba más mártires- ante un enemigo más incierto, las y los jóvenes tienen la obligación primera de evitar el contagio, no solamente para poder seguir prestando su apoyo, sino que, más importante todavía, para evitar convertirse en portadores involuntarios del virus. Para evitar el contagio, las medidas que se deben tomar han de ser llevadas a niveles más exigentes. Deben utilizar toda la información que se ha venido recabando sobre el virus y su contención, para aplicarla estrictamente en su propio cuidado: uso de guantes, mascarilla y ropa que cubra lo más posible y desinfección constante y minuciosa. Deben saber también los síntomas de la enfermedad –tos, fiebre, jaqueca, dolor muscular, ojos rojos y otros- para poder identificar a víctimas, no solamente para prevenir el contagio, sino que también para pedir a las autoridades correspondientes que se hagan pruebas y se dé tratamiento. Como persona mayor, agradezco muchísimo la solidaridad; pero insto a brindarla con plena responsabilidad.
Me duele la muerte por el virus de Herlinda Ferrez, guatemalteca en Nueva York, quien había sido llevada por otra dolencia a un hospital por su hija, Katherine Laparra, y ambas fueron contagiadas. Con dolor visible, la hija lamenta el deceso; pero más se preocupa por enviar su mensaje a Guatemala: cumplan su cuarentena y quédense en su casa. Me duelen también las condiciones difíciles de las y los migrantes no documentados, perseguidos incesantemente por el gobierno estadounidense, y ahora sin oportunidades de trabajo y vedados, solamente ellas y ellos, de la ayuda económica que se dará a toda persona que habita Estados Unidos. Quienes son capturados por la ICE corren el riesgo inmediato de contagio de sus agentes y en las prisiones, para después, contagiados o no, ser deportados a su país de origen, aumentado así los riesgos de las poblaciones. Estas medidas son irresponsables e inhumanas, innegablemente fruto del odio del mandatario, y merecen la condena mundial. Insto a la prensa guatemalteca a romper la mordaza frente a las barbaridades de Trump y a protestar a toda voz su total falta de humanitarismo.