Llegó el momento en que todos, absolutamente todos, tenemos que entender lo que es el respeto a las instrucciones de la autoridad y solidarios con nuestros semejantes sin que ninguna diferencia pueda esgrimirse para suponer que uno es más o menos que otro. Estamos frente a una pandemia que no hace distingos de ninguna especie y que lo mismo enferma a un niño que a un adulto, a un joven que a un anciano. Lo mismo puede ocurrir con un talentoso intelectual que con un analfabeto, un trabajador que su empleador, a un hombre o a una mujer. Empleados o desempleados, formales o en informalidad, gente de familia o de vida disoluta, la verdad es que hay una tabla rasa que nunca hubiéramos imaginado y que coloca en el mismo plano al neoliberal que al comunista.
El COVID-19 es algo que rompió con todos los moldes de nuestra sociedad y todos tenemos que tomar las mismas precauciones porque corremos el mismo peligro. Ni siquiera hay distingos entre quienes tienen seguro médico y los que dependen del sistema nacional de salud porque conforme crece el contagio los hospitales privados no son suficientes y tampoco lo es el sistema público de salud. En esta primera etapa todavía subsisten resabios del pasado y puede existir uno que otro privilegio, pero el mundo nos está enseñando que los mismos desaparecen en la medida en que aumenta el número de enfermos.
No hay otra respuesta que la contención mediante el aislamiento. No existe vacuna ni remedio, por lo que los que aún no se han contagiado tienen que poner distancia social con el resto porque nadie, absolutamente nadie, sabe quién está y quién no está contagiado. Le pueden tomar a alguien la temperatura para entrar a un sitio, pero puede que el virus ya esté sin mostrar los síntomas y ello es lo que facilitó que los débiles controles en los aeropuertos no detectaran a tanto contagiado y eso permitió la propagación.
Lo único que nos salva es no ser contagiados y para ello el aislamiento es la única respuesta. Dura y terrible, como vimos desde ayer a las cuatro de la tarde cuando las calles desoladas no reflejaban ese variopinto panorama del ciclista, del motorista, del conductor de un pichirilo o el de un exótico vehículo con enormes comodidades. Todos por igual debieron guardar sus medios de movilización y meterse en el hogar. Por un rato la televisión por cable ofrece mucho más que la local y los canales que transmiten por internet mantienen una gama más variada. Pero por espectacular que sea el servicio, todos terminamos hartos y debemos buscar consuelo en algún libro, en la meditación o en la plática con nuestros familiares, algo que enriquece más que las otras opciones, sobre todo cuando se viven estas condiciones que no invitan a la frivolidad, sino a la conversación más profunda que obliga a pensar en lo que fue, lo que somos y lo que seremos después.
Una pandemia terrible, aterrorizante y mortal. Pero como dijo ayer en su magnífica y extraordinaria homilía el padre Martín de San Judas Tadeo en la misa televisada, igual que con el ciego de nacimiento, es para que los hombres podamos ver las obras de Dios. Y vaya si las podemos ver.