René Arturo Villegas Lara
En muchos pueblos de la Costa Grande había gente que vivía de la producción de leche y ordeñaban en los patios de sus casas cuando llegaba el alba. En Chiquimulilla, allá por la década de los 40, existían cuatro corrales de ordeño, que eran los patios de las viviendas de ese tiempo, en donde las vacas dejaban su abundante estiércol mientras dejaban que de tres de sus tetas salieran los chorros de leche, pues siempre había que dejarle una al chivo que se lamía los labios mientras estaba enrejado a una de la patas de su progenitora. Era peculiar el ruido que hacían los chorros que salían por las diestras manos del ordeñador. Algunos lo hacían usando las dos manos en una misma teta y había algunos diestros que exprimían dos tetas al mismo tiempo, con un ritmo que se nos quedó grabado en los oídos. Cuando a uno lo despertaban comenzando a clarear, era porque había que ir a uno de los corrales, pocillo o vaso en mano, para recibir, acurrucado, su ración de leche al pie de la vaca. Era el mejor alimento que se podía consumir en los pueblos y sólo se pagaban dos centavos por vaso. Cuando uno estaba recibiendo la leche había que colocarse al medio de la panza de la vaca, para que la cola no le pegara a uno en los ojos, ya que dan duro las condenadas. Además, había que estar prevenido porque suelen soltar el intestino o su meato urinario cuando las están ordeñando y uno podía regresar a la casa bañado de estiércol o de meados. Las madres, algunas veces, le daban a uno su recipiente con un poco de vino de consagrar o con un poco de vainilla y así la leche caliente sabía mejor. Recuerdo que el lugar de ordeño que tenía más cerca de mi casa era el corral de don Oscar Melgar Colom, quien llevaba sus vacas desde su finca La Esperanza; pero uno lo pensaba dos veces en ir a ese corral porque don Oscar era muy bromista y solía pellizcarnos el antebrazo. No obstante, su hijo Armando era de mi pandilla y por eso a veces iba a ese corral. El otro lugar de ordeño era el del licenciado Octavio González, el dueño de la farmacia González. Este licenciado en farmacia, también nos curaba nuestras dolencias porque en ese tiempo no había un doctor. A mí me gustaba ir a este corral porque en una esquina del patio, el licenciado mantenía un carro Packard, parecido a los que usaba Hitler en sus desfiles haciendo el saludo nazi. Era un carro precioso, descapotable y con loderas en los dos lados; el único carro que existía en el pueblo y cuando lo sacaba para ir a su finca el Obispo, era todo un aspaviento de la gente que caminaba por la calle real. Cuando su hijo Oscar, mi compañero de la primaria, nos invitaba al corral, los patojos gozábamos subiéndonos al carro, aunque estuviera estacionado o aparcado. Se lo manejaba un señor de apellido Barraza, que contaba que él había inventado la llave de chuchos. Hubo un tiempo que me cambié al corral de mi tío Manuel Lara, pues ordeñaba unas sus veinte vacas que pastaban en la finca Piedra Grande. Al corral de mi tío, acompañaba a mi abuelita materna y mi tío no nos cobraba los dos centavos. Hubo un buen tiempo en que mis andanzas eran en el corral de don Chepe Ordóñez, durante décadas secretario municipal, quien leía todos los años el Acta de Independencia y cuando era necesario los bandos de buen gobierno, al grado de que el acta ya se la sabía de memoria. Don Chepe no tenía terrenos, pero sus vacas pastaban en los potreros de don Adrián Morales, que nosotros conocíamos bien porque por allí estaba la vereda que nos llevaba a la poza del burro. Por supuesto que el funcionamiento de estas industrias artesanales era todo un procedimiento. Por la mañana, después del ordeño, vacas y chivos había que llevarlos a pastar a los potreros; y en la tarde, había que ir a traer los chivos para que no se mamaran toda la leche. De manera que pasaban enchiquerados toda la noche. Esta tarea solían realizarla los hijos de los dueños de las vacas y yo, en muchas tardes, acompañé a traer a los becerros a mi compañero de escuela, Otto Ordóñez, hijo de don Chepe, así que aprendí el arte de arrear ganado. De madrugada, como a las tres de la mañana, un vaquero iba a traer las vacas a los potreros, pues el ordeño principiaba a las cinco de la mañana. Aunque no me pagaban nada, en el corral de don Chepe, era un aprendiz de vaquero. Ahora, creo que ya no hay corrales de ordeño. Aparecieron fábricas de productos lácteos que compran la producción y la venden en otra forma, aunque tal vez en Taxisco se siga con la antigua práctica de producir y vender la leche al pie de la vaca.