Adrian Zapata

zapata.guatemala@gmail.com

Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Por: Adrián Zapata
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Hace unos días tuve el privilegio de escuchar a las autoridades ancestrales del pueblo Ixil. La riqueza multicultural de nuestra Guatemala hace posible esa comunicación. Hay mucho que aprender de ella. El propósito de esa reunión a la que asistí fue conocer su visión sobre el buen vivir, la cual no puede ser ignorada cuando nos planteamos el reto de impulsar una estrategia de desarrollo territorial. Sobre este tema tan profundo hay mucho que hablar y aprender, pero en esta oportunidad no voy a referirme a esto. Sólo lo tomo como punto de partida para compartir algunas reflexiones sobre otro elemento cultural que debería inspirar nuestras vidas y convivencia social. Me refiero al respeto por los “abuelos”, es decir por los viejos, quienes concentran una experiencia y sabiduría que sólo pueden dar los años de vida. La posmodernidad que construye realidades desechables con el ímpetu del consumismo, también ha llevado a considerar a los viejos como modelos descartables. Y conste que con esta reflexión no pretendo reivindicarme como viejo, que sin duda ya soy. Más bien, como lo verá el lector en los siguientes párrafos, quiero ser crítico al desbalance que puede surgir de sobredimensionar esa sabiduría.

La naturaleza se renueva constantemente, día a día, segundo tras segundo. A veces este proceso incesante puede resultar imperceptible, pero sucede de manera permanente.

En el ámbito social también es imparable, a pesar de quienes resisten el cambio generacional. La juventud termina jugando el rol al que le obliga el paso del tiempo.

Es cierto que la inexperiencia produce cierta prepotencia, propia de la ignorancia que engañosamente percibe la vida en blanco y negro, con limitaciones para encontrar los claroscuros, los matices que la realidad contiene. La porfiada realidad es un muro donde suele estrellarse esa inexperiencia.

Pero también es cierto que la vejez trae consigo, en general, el conservadurismo. Difícilmente los viejos encabezamos las transformaciones que la realidad requiere, aunque ésta no es una afirmación absoluta. El transitar por la vejez significa, también en general, afrontar la decrepitud que la acompaña.

En el ámbito político, también es indispensable la renovación generacional. Y ojo, porque los jóvenes también pueden ser clonaciones de las debilidades de los viejos, a veces hasta agravadas. Pero el Estado tiene que renovarse, a todos los niveles, incluso, de manera relevante, en sus cúpulas.

En este proceso de renovación del Estado por supuesto que la meritocracia debe jugar un rol de primer orden. Pero la renovación generacional del Estado es una necesidad. Y en tal sentido, la meritocracia que privilegie la experiencia y la acumulación de cualidades que el tiempo permite debería ser relativizada. Los jóvenes nunca van a poder competir con nosotros los viejos en esos estándares.

La institucionalidad debe renovarse. Los viejos tenemos menos cualidades para impulsar la transformación que se requiere. La inmensa tarea de superar la inercia conservadora que impide dicha transformación es una tarea imposible de lograr sin la energía que da la juventud.

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