Cartas del Lector

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José Carlos García Fajardo
Emérito U.C.M.

Hacía unos días que estaban acampados en las cabañas cercanas a la ermita del anciano sabio. Durante años, habían subido algunos monjes de diferentes monasterios para hacer retiros de gran silencio en compañía del venerable ermitaño. Pero, poco a poco, se fueron marchando. Al extenderse la noticia de que el Iluminado estaba llegando al final de su camino, volvieron a acompañarlo discípulos de los más diversos lugares. El anciano ya casi no hablaba, pero a todos impresionaba la serenidad de su semblante. Nuestro Maestro lo acompañaba en silencio y entre ambos se había establecido una comunicación que no precisaba de palabras.

Ting Chang, con gran delicadeza, lo había reconocido para confirmar que aquella luz se acercaba a su plenitud. El ermitaño sonrió en cuanto lo vio y dirigió una mirada de complicidad al Maestro, dejándose hacer. Éste acomodó su vida a la del anciano transformando su estancia en un período de descanso que Sergei trataba de mantener evitando las molestias de los monjes que acudían.

En torno a la humilde cabaña del anciano se estableció una vida natural de meditación y de tranquilos quehaceres y que no fue difícil porque todos estaban habituados a una vida semejante. Al caer de la tarde, se sentaban en círculo a la puerta de la ermita donde reposaba el hombre santo. Una tarde, salió el Maestro y les anunció que iban a trasladar al anciano al porche, ya que quería despedirse de ellos.

Ting Chang transportó en sus poderosos brazos la yacija donde reposaba el Venerable que abrió los ojos y les sonrió llenando el ambiente de una paz inmensa. Todos se postraron al unísono y algunos lloraban.

Ante esto, el santo les dijo:
– Agradezco vuestra compañía y sé que estáis tristes por la necesaria separación. Pero deberíais alegraros pues sólo abandonaré este viejo fardo en el que ha vivido envuelto mi ser. Recordad que vivir hasta morir es vivir lo suficiente. Pero os veo tan tristes que no sé si habré acertado en las enseñanzas que os transmití ni en el ejemplo que recibisteis.

– Hombre Santo, duele separarse, aunque regresas a la morada que a todos nos aguarda. Será más duro caminar sin tu presencia – dijo uno de los monjes que ocupaba el cargo de Abad en un gran monasterio.

– Eso tiene fácil solución. Puesto que todo es efímero y aquí no estamos más que de paso, he pedido al Maestro que permita aflorar sus poderes por un día y hacer que me acompañen en este último viaje los que, de vosotros, tan fieles siempre, lo deseéis.

Se produjo un inmenso silencio. Ting Chang refrescó la boca del anciano mientras Sergei se deslizaba hacia el final de la asamblea, movido por una súbita necesidad. Al Maestro se le iluminó la mirada con esa picardía de los grandes momentos, pero no hizo gesto alguno. El sol se ponía, el silencio era absoluto, los pájaros habían cesado en sus trinos. Ni las mulas triscaban la hierba.

El viejo anciano abrió los ojos de nuevo, extendió una comprensiva mirada y se sumió en una profunda meditación mientras esbozaba la sonrisa definitiva.

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