En estas horas finales del 2019 es natural que los guatemaltecos sintamos que se termina un período que invita al olvido porque ha sido, sin el menor asomo de duda, el peor de nuestra historia no sólo por tener el peor gobernante en los anales patrios, sino porque la estructura de los poderes formales y los poderes reales se alineó perfectamente para preservar un sistema corrompido hasta sus cimientos. Y, en esas condiciones, es también comprensible que, con el inicio de un nuevo año, que prácticamente coincide con el inicio de un nuevo gobierno, se tenga alguna esperanza, por mínima que pueda ser, de que el descalabro nacional se detenga.

Este fue un año en el que todo giró alrededor de la imperiosa necesidad que tuvieron esos poderes de acabar con una lucha contra la corrupción que les estaba pasando factura y que, de continuar, ponía en peligro la fuente de sus extraordinarios privilegios que se traducen en un país profundamente desigual. En los tres poderes del Estado funcionó la maquinaria pro impunidad que fue debidamente orquestada por el gran poder externo y el resultado fue el trágico retroceso que tuvo Guatemala en el tema del imperio de la ley y del castigo a los delincuentes, especialmente los de cuello blanco que fueron los señalados por las numerosas investigaciones que realizó tanto la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala como el Ministerio Público.

En ese empeño se pasaron llevando por delante a nuestro mayor capital, constituido por los migrantes que con su esfuerzo, trabajo y dedicación mantienen nuestra economía porque, para lograr el apoyo del gobierno de Estados Unidos contra la CICIG, se tomó partido en contra de los guatemaltecos que emigran, entregándolos prácticamente a un gobierno dispuesto a expulsarlos por considerar que son “malas personas, delincuentes, ladrones y asesinos”, para repetir textualmente las palabras que usa el presidente de Estados Unidos en sus actividades políticas cuando habla de los centroamericanos que llegan.

Revertir esa política que pone a todo el Estado al servicio de la impunidad es una de las esperanzas que se abren con el cambio formal de poder en el país, así como el necesario apoyo y reconocimiento a la comunidad migrante sin cuyo aporte estaríamos aún con más niños desnutridos y con peores niveles de pobreza.

La inversión social, totalmente abandonada en este período de saqueo burdo del erario, tiene que retomarse para darle contenido a esa esperanza que no puede provenir sólo de la vuelta de hoja del calendario, sino de acciones y compromisos del nuevo gobierno.

Redacción La Hora

post author
Artículo anteriorEl manoseo de la divinidad
Artículo siguienteGuatemaltecos viajan al interior por fiestas de fin de año