Oscar Clemente Marroquín

ocmarroq@lahora.gt

28 de diciembre de 1949. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Periodista y columnista de opinión con más de cincuenta años de ejercicio habiéndome iniciado en La Hora Dominical. Enemigo por herencia de toda forma de dictadura y ahora comprometido para luchar contra la dictadura de la corrupción que empobrece y lastima a los guatemaltecos más necesitados, con el deseo de heredar un país distinto a mis 15 nietos.

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Ayer temprano mi hija Gaby nos informó que el doctor Germán Vargas Rodríguez, conocido en el ambiente deportivo como El Macho porque así le llamaban en su natal Costa Rica por el color de su pelo, había muerto en su residencia luego de una larga enfermedad que le fue deteriorando lentamente desde antes de que tuviera que soportar la muerte de su querida esposa y verdadera compañera de vida, María Elena Florido de Vargas.

Por la vieja relación de amistad con los Florido conocí a Germán y luego nos unió mucho el haber trabajado juntos en el Club Municipal a mediados de los años 70, él como médico del equipo y yo como miembro de la junta directiva. Varias veces viajamos por Centroamérica con el equipo en la época en que se jugaba el torneo de la Fraternidad Centroamericana, pero la amistad creció mucho más por la que tenían, también muy estrecha nuestros hijos. Germán era amigo y compañero de equipo con Oscar, mientras Laura y Gaby eran y son inseparables, mientras que María Elena, la mayor de los Vargas, trabajó un tiempo con nosotros en La Hora.

Germán vino a Guatemala a jugar futbol con el equipo Universidad, estudió medicina, se especializó en traumatología y se casó con María Elena, siendo un destacado y respetado profesional que, junto a su esposa, formaron una extraordinaria familia cuyos hijos y nietos le acompañaron y cuidaron en esa última etapa de su vida que fue triste por el referido deterioro que le fue minando muy lentamente.

Y horas más tarde, en la publicación de nuestra edición de ayer, leí el artículo de Raymond Weinner, quien anuncia su involuntario retiro de estas páginas de Opinión en las que durante trece años hizo aportes en un tema crucial para el desarrollo del país, como es la Educación. A Raymond lo conocí porque era cuñado de Abundio Maldonado Gularte y nuestra relación de amistad se concreta cuando fue Director del Colegio Metropolitano, en donde estudió José Carlos, mi hijo.

Vivíamos en la misma Colonia y durante muchos años con Raymond y Carmen Alicia, su esposa, teníamos la oportunidad de conversar frecuentemente, girando casi siempre las pláticas sobre el tema de la educación que es su campo de acción y en el que ha acumulado mucho conocimiento y enormes y ricas experiencias, desde antes de haber emigrado de Estados. Unidos al venir a dar clases a uno de los colegios La Salle.

Gracias a Carmen Alicia pude enterarme de los quebrantos de salud que le aquejan y que le hacen despedirse, espero que temporalmente, de sus lectores en La Hora. La semana pasada pude platicar con él y en medio de la natural debilidad producto del deterioro de su salud, sigue preocupado por la situación de la educación en Guatemala. Es un profesional convencido de que si no mejoramos la calidad educativa del país no tenemos futuro y por eso su compromiso y aporte constante, casi desesperado, por lograr los cambios que hacen falta para que podamos tener una perspectiva diferente para atender las verdaderas necesidades de la gente.

Ambos casos me entristecen porque se trata de dos amigos queridos, entrañables de verdad, ambos con una vida ejemplar digna de total admiración.

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