Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

En nuestro calendario romano (Julio y Gregorio) y universal se coloca al mes de diciembre como el último del año. Supondría ello que significa la clausura. Sin embargo no es tal. Esa característica le corresponde a noviembre, que es el mes de los difuntos y de todos los santos (obviamente fallecidos también). Noviembre marca el fin de las cosechas y la preparación -en el hemisferio boreal- para los duros meses de invierno. Diciembre es el último mes, pero no es el colofón; es el primer mes después del cierre de noviembre.

Diciembre viene a ser un enlace. Encierra entre sus días una clave que da sentido a todo el ciclo porque subsume y concilia la terminación y el inicio ya que contiene el nuevo principio en ese orden místico. Así lo han descubierto todas las civilizaciones. Sin mucha tecnología se fueron percatando que, desde junio, los días (horas de luz) eran cada vez más cortos que, de seguir ese declive, en pocos meses más el mundo estaría sumido en la oscuridad. ¡Pero no! Comprobaron que, en algún momento de diciembre, se revertía en proceso de oscurecimiento y empezaba el ciclo de la luz. Ese cambio se produce, en el solsticio de invierno, el 21 de diciembre. De ahí empezaba un nuevo curso que se formalizaba con la celebración del año nuevo formal. Por ello diciembre es místico y enero es formalista.

Diciembre amalgama y concilia ese matrimonio del final con el próximo inicio. La muerte y la vida. Porque la muerte es parte de la vida y así lo debemos entender. Es un ciclo perpetuo que se repite, por ello consideramos natural cuando mueren los viejos -como un barco que llega a puerto- y por eso también golpea como un naufragio cuando unos se van en la flor de la vida. La muerte está presente como nos lo recuerda la cadencia de campana del portentoso poema: “Recuerde el alma dormida/Avive el seso y despierte/contemplando/cómo se pasa la vida/como se viene la muerte/tan callando.” Apreciar la vida implica aceptar la muerte, contemplarla con naturalidad. Reconocer que, cuando alguien fenece: “Se fue a reunir con sus antepasados”, como se repite en el Viejo Testamento.

Los grandes intelectos de la humanidad lo han sabido plasmar. Algunos con connotaciones religiosas, como la Doctora mística: “Vivo sin vivir en mi/y de tal manera espero/que muero porque no muero.” O bien, “Ven muerte, tan escondida que no te sienta venir, porque el placer de morir, no me vuelva a dar la vida.” O como Pablo: “La muerte para mí es ganancia”.

Borges refería un momento de la vida adulta “en que nos empezamos a despedir”. Pocos despidos han sido tan armoniosos como el de Martínez Nájera: “Quiero morir cuando decline el día/en alta mar y con la cara al viento/donde parezca sueño la agonía /y el alma un ave que remonta el vuelo”. Como el también mexicano que muy cerca de su ocaso estaba cuadrando su contabilidad: “Vida nada me debes, vida, estamos en paz”.

La aceptación de la muerte no debe entenderse como una rendición o resignación, es por el contrario un tributo a la vida. Por eso las luces y algarabía, los convivios y buenos deseos que desbordan en este mes de diciembre, una temporada propicia para rescatar el lado bueno que tenemos. La época ideal para que alumbren los destellos de los valores humanos: la solidaridad, buena fe y sobre todo el amor; para que sepamos apreciar la vida que, igual que el año, desemboca en un anticipado final.

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