El último proceso electoral en Bolivia pone de manifiesto, por enésima vez, la maldición latinoamericana marcada por la impresionante sucesión de dictaduras de distinto corte y estilo, pero que se van consolidando en medio de la sumisión y apatía de los pueblos que, a lo mejor, eligieron con entusiasmo a un dirigente sin imaginar que éste llegaba con la ambición de eternizarse en el poder. Evo Morales no fue la excepción y tras su elección en el 2005, que fue vista como una legítima reivindicación de la mayoría indígena boliviana, impulsó cambios, pero diversas circunstancias lo llevaron a buscar un voto de confianza de la ciudadanía en el 2008, el que recibió con casi 70 por ciento de los votos, y ello abrió la puerta para su primera reelección en el 2009 y nuevamente en el 2014.

Seguidamente modificó la Constitución, tras lograr que la misma fuera declarada “inconstitucional” (tremendo contrasentido legal), se lanzó a la búsqueda este año de otra reelección, apuntando a convertirse en otro de los eternos dictadores de esta región del mundo tan marcada por la presencia de regímenes autoritarios que gobiernan de espaldas a la voluntad popular.

Esta vez, sin embargo, el pueblo boliviano detectó anomalías serias en el proceso, especialmente un apagón como aquel que aquí vivimos cuando fue electo Álvaro Arzú, y la misma misión de observación de la OEA hizo públicas sus críticas, dando lugar a que se incrementara la ola de protesta contra el gobernante y su equipo. La Policía Nacional de Bolivia se sumó al movimiento de huelga, dejando a Evo en manos de sus aliados en el Ejército que, ante la presión popular, terminaron por abandonarlo ayer domingo, forzando a la renuncia del Presidente y su equipo.

Las dictaduras no siempre son unipersonales como fueron aquí las de Barrios, Estrada Cabrera y Ubico, sino a veces tienen varios rostros como las que encarnaron Arana, Laugerud y Lucas, pero también puede ser más amorfas, pero no menos lacerantes, como es ahora la Dictadura de la Corrupción que puede cambiar de rostros con enorme facilidad, pero sigue siendo la misma que explota sin fin los recursos nacionales para acumular ventajas y privilegios en manos de unos pocos. No es una dictadura encarnada por políticos porque éstos son piezas de recambio que la misma tiranía va usando a su conveniencia tras comprarles la conciencia, pero se trata de una forma odiosa, quizá hasta más grave e insidiosa, que las que podemos llamar Dictaduras tradicionales. Lástima grande que aquí no tengamos un pueblo que, como el boliviano, sepa decir ¡Ya Basta!

Redacción La Hora

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