Adolfo Mazariegos
Desde hace más o menos quince años (un poco más quizá) se viene hablando en distintas partes del mundo de lo que para muchos es hoy día una crisis de la democracia. En América Latina, aunque no con exclusividad por supuesto y con razón, nos asombramos de cómo en Chile el aumento en el costo del pasaje del metro se ha convertido en el detonante (detonador) para protestas populares que rápidamente fueron en aumento y que, como ha resultado evidente empíricamente -de momento-, desnudaron una realidad más compleja y de raigambre más profunda en el marco de la convivencia social, en la forma de conducir el Estado, y en los modelos políticos actuales en términos generales. Ello resulta sumamente revelador y preocupante sin duda, en virtud de que, en casi todos los países del continente, aquello que someramente percibimos y aceptamos como Democracia en tanto sistema mediante el cual se elige popularmente a quienes reciben el mandato de representación y dirección del Estado, y partiendo del inicio de las transiciones hacia la democracia viniendo de gobiernos autoritarios, es realmente joven (40 años, promedio). Sin embargo, vale la pena poner sobre la mesa como factores de incidencia o como argumentos teóricos para la discusión académica con base en la necesidad de repensar los modelos y planteamientos vigentes desde América Latina -como he apuntado en otras ocasiones-, la permeabilidad de las instituciones del Estado y el aparecimiento de actores que hace cuarenta años no existían o que por esos años empezaban apenas su incursión en los escenarios sociopolíticos y económicos globales, creciendo hasta hoy, inclusive, desmesuradamente. Asimismo, se hace necesario el replanteamiento del tema de las desigualdades sociales y la corrupción, y de cómo estas temáticas son abordadas por los gobiernos latinoamericanos en virtud de que, guste o no, esa es una de las razones por las cuales se exacerban con facilidad los ánimos populares en la actualidad (como ha quedado evidenciado con reiterados ejemplos sin necesidad de mucho indagar). Por otra parte, los sistemas de partidos que han dado muestras de susceptibilidad alarmante ante la corrupción y ante la nefasta visión (por denominarle de alguna manera) de convertir los partidos políticos, instituciones que por antonomasia son los vehículos a través de los cuales se accede al poder gubernamental en los regímenes democráticos (y por consiguiente la función pública), en finalidad, más que en un medio en función de la consecución del beneficio colectivo, lo cual hace que la razón fundamental de existencia de tales organizaciones se vea seriamente cuestionada. No es casualidad que varios países latinoamericanos estén teniendo serios problemas en sus sistemas políticos. No es casualidad que países tan distantes como Líbano, Argelia, Kasajistán o India (por citar algunos), estén padeciendo asimismo los síntomas de esa aludida crisis de la democracia cuyo denominador común pareciera ser el descontento popular ante la corrupción y ante una clase política inmune a los efectos de las demandas ciudadanas, amén de las persistentes desigualdades sociales.