Eduardo Blandón

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Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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Eduardo Blandón

Ojalá fuéramos tan obstinados en nuestras empresas personales y esfuerzos morales como lo somos cuando de posiciones ideológicas se trata.  Esto aplica para todos y no solo para un solo sector.  Deberíamos tener un espíritu abierto que permita la reflexión crítica en busca de permanecer fieles a la búsqueda de la verdad.  Pero no es así porque priva el ánimo de ver la vida desde el prisma que nos facilita la vida y nos permite el confort.

Así pasa, por ejemplo, desde la óptica de los conservadores religiosos quienes de manera maniquea son incapaces de ver los grises de la vida.  Y no sucedería mayor cosa si esa actitud se mantuviera en el espacio de lo privado, desafortunadamente, sin embargo, los más ortodoxos suelen ser también los de mayor militancia.  Así, no se conforman con llevar un estilo de vida paleolítico, sino que luchan denodadamente porque todos llevemos esa existencia “sui generis”.

Desde el espectro político no es diferente.  Basta examinar, por ejemplo, tanto a la derecha extrema que no quiere ver las causas de la protesta latinoamericana en la pobreza y la desigualdad económica, como en la izquierda que busca perpetuarse sin querer la alternancia de poder.  Ambos parecen estar hechos de la misma materia y al fin de cuentas tienen una vocación similar que les impide evolucionar y ponerse al servicio de la sociedad.

Si seguimos el recuento, como he dicho desde el inicio, nos daremos cuenta de nuestra tendencia a fosilizarnos para ser agentes de cambios auténticos, tanto en lo personal como en lo social.  Pasa que nos casamos con las ideas, con el catecismo aprendido en la infancia o la juventud, y nos volvemos incapaces de revisar nuestras convicciones.  Probablemente nos da miedo o quizá sea más cómodo funcionar sin mayores aspavientos ni crisis personales.

El resultado es la existencia inauténtica que llevamos por el desfase entre la vida y la experiencia.  Monolitos intelectuales en cuerpos de niños de pecho.  Malcriados y llorones, caprichosos en busca de imponer criterios en los que incluso a veces, en el fuero interno, no creemos.  Semejante estilo de vida nos hace aparecer despreciables, inmaduros, pero, sobre todo, ridículos.  Profesionales incapaces de enterarse del tamaño de la payasada que representamos públicamente.

En tales circunstancias es difícil que una sociedad cambie.  Se necesitaría esa transformación que haga posible ese “negarse a sí mismos” para dar pasos hacia la madurez.  Situación no imposible, pero sí difícil, al no solo propender personalmente hacia lo estable, sino por las fuerzas externas que influyen sobre nuestra testarudez existencial.  Con lo que quizá debamos conformarnos a la ridiculez privativa de nuestros días y mantenernos alertas para no engrosar las filas de tantos guasones sueltos.

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