Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

Doña Tencha no pudo conciliar el sueño a pesar de las dos tazas de té de tilo y manzanilla. Temprano se dirigió al zaguán y, guardando prudencial distancia, procedió a agitar el envase en agitados movimientos hacia arriba. Más de alguna gota llegó a tocar a la mariposa que solo dio muestras de incomodidad con un pequeño movimiento. Repitió el ritual como el cura cuando rociaba a su grey con agua bendita. Se movió el papalote volando hacia el jardín. Dio unas vueltas sobre los rosales y un árbol de durazno. Pero regresó y casi al mismo lugar en que antes estaba posado. Pocos minutos después emprendió nuevo vuelo y se perdió de vista.

Más sosegada, Tencha encaminó sus preocupaciones hacia otros rumbos más tangibles. Lo que más le inquietaba era el caldillo del fiambre. “Le falta vinagre”, “está muy dulce”, “le falta jengibre”, eran algunas de las críticas de los oficiosos expertos que siempre aparecían. En todo caso pasaría por la abarrotería por queso seco, alcaparras y pacayas, pero antes tenía que recoger el pan en la panadería de don Isidoro. Mientras esperaba compartió con sus amigas el tremendo disgusto de la tarde anterior. “Tenga cuidado Tencha esas mariposas son de mal agüero.” “¿Tiene a algún familiar enfermo?”

En el trasfondo de la panadería se encontraba casualmente Matías, sobrino de Isidoro. Se consideraba un millennial y desechaba todas esas “patrañas.” Se veía como un eslabón en el traslape de las culturas nativas y las modernas. Su segundo idioma era el inglés y no el cakchiquel regional. En su ropero tenía ropa de marca -de imitación claro está- pero ningún de tejido típico. Se había mofado, el año pasado, de la costumbre de florear y llevar comida y licor al cementerio. “Ese trago mejor me lo echo yo” dijo, casi irreverente. Mucho se divirtió escuchando las consejas de las vecinas y en ese momento urdió un plan que pronto habría de implementar.

El lunes 3, después del fiambre, Matías abordó a Esteban, compañero en la facultad de Veterinaria en la Tricentenaria. Esteban trabajaba, además, en un mariposario y en ocasión anterior le había comentado sobre un banco de huevos y larvas de mariposas, entre ellos, varias especies nativas. Matías le pidió huevecillos de la mariposa negra. Esteban le corrigió: “Ascalapha Odorata, así se llaman.”

A mediados de noviembre llevó Matías el encargo que había hecho a Esteban. Unos recipientes que contenían larvas de desarrollo avanzado que, al llegar al pueblo, distribuyó por varios lugares. Era sola cosa de esperar unas ocho semanas.

A finales de enero el pueblo estaba estupefacto. Una plaga de mariposas negras había aparecido inesperadamente y miles de ellas se posaban, como adheridas, a las oscuras paredes de adobe de casi todas las casas. Todos estaban confundidos y espantados. No alcanzarían galones de agua bendita para las aspersiones de doña Tencha. Las clientas de la panadería acordaron visitar al padre Cipriano para que en la misa del domingo promueva unas jornadas de oración para protegerlos de los presagios de las mariposas.

En casa de doña Tencha se habían posado, no una sino tres de esos papalotes. Ese domingo no pudo dormir como tampoco el lunes. El mismo desvelo le afectó la noche del martes y estaba despierta cuando la tierra se sacudió violentamente. Pasaban apenas las tres de la mañana del 4 de febrero de 1976. Más de la tercera parte de los vecinos murió dentro de sus casas. ¡Ay, las mariposas negras!

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