Mario Alberto Carrera
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Desde las cumbres de las montañas que velan al lago de Atitlán se le contempla -calmo y reflejante del verde mundo que lo rodea- lleno de placidez. Uno no puede imaginar que en la matriz profunda de tales escenarios exultantes de vitalidad puedan luchar ¡tan agriamente!, -y de los modos más diversos de crueldad- la vida con muerte: Eros contra Thanatos.
Sus habitantes tampoco dan la impresión de forajidos, salteadores o de traicioneros facinerosos. Más bien hablan quedo, susurran (a tal punto que yo no les entiendo a veces) y la mayoría de ellos –aunque esto ya se pone en razonable duda en el último censo) pertenecen a los pueblos originarios cuya identidad y nostálgicas costumbres los hace (o hacía) ser pacíficos y poco gritones a no ser que tuvieran algunos tragos de “clan” entre pecho y espalda. Los ladinos son otra cosa y creo que ellos son los que han convertido al país en el escenario más pleno del crimen, y del crimen organizado en especial, porque el ladino es una endiablada mezcla de indígena con español (pero no de la raza de los señoritos satisfechos y marqueses) y de un chorro inmenso de sangre africana que llegó al país en la adolescencia colonial –a partir del siglo XVI- y enriqueció ese menjunje de agresivos linajes (y pacíficos también) en una rara raza –la guatemalteca- que es muy distinta del resto de las etnias centroamericanas. Unas casi sin indígenas como la costarricense y las otras completamente ladinizadas o sea integrada por mestizos bien ¡pero bien!, mezclados. Y acaso ese rasgo arquetípico (de una mezcla que no se mezcla) es lo que nos hace guatemaltecos y por allí va nuestra identidad nacional que se niega a sí misma –porque rechaza el mestizaje, es decir una parte de sí mismos- y que no entiende bien quién es, puesto que no sabe, por ejemplo, a qué santo rezar. Y cuando no le place ninguno, inventa propios ¡actualizados!, como el Maximón de Chimaltenango.
Habría que añadir otro rasgo más al perfil del guatemalteco que es indígena o mestizo y no quiere serlo. Que es mestizo y quiere ser blanco y los blancos (que todos son mestizos con sus brochazos rubios) que se empeñan, sobre todo cuando van a La Antigua, en sentirse encomenderos de la Colonia y de la Orden de Santiago.
Y esta confusión lo hace falto de interlocutores, de diálogo con equidad y capaz de llegar a acuerdos como quería el santo de La Mancha.
Cuando la interlocución se termina –nacida del tronco de la inequidad y de la ausencia de diálogo- comienza la trifulca y “la bola”, la bala y la metralla: la imposición ¡de lo que yo digo o de lo que yo quiero! (la Presidencia con sus lacayos) ¡o se acaba la cosa!, y entonces -tras una cortina cobijadora- consumamos un magnicidio sin necesidad de que vengan de la Dominicana. Aquí hay material suficiente.
Pero cuando todavía la sangre no ha llegado al río queda otro procedimiento que han aplicado los más “altos” políticos -entre ellos y contra ellos- y para adelantar el final de un período presidencial o de convertirlo en dictadura serranista. Este procedimiento se llama golpe de Estado o, más repipi, coup d’etat.
¿Cuántos golpes de Estado y de magnicidios he presenciado en lo que llevo de vida en este terruño que, por milagrosas movidas chuecas del destino, es mí país? Y en este caso el término magnicidio lo uso como lo indicamos en el DLE (antes DRAE), que se aplica también a embajadores y no digamos al obispo auxiliar de una arquidiócesis.
¡Una copa de luz!, que se transmuta en desesperanzado grial, en el que las serpientes traman el próximo golpe de Estado o el próximo Magnicidio.
Continuará.