Oscar Clemente Marroquín

ocmarroq@lahora.gt

28 de diciembre de 1949. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Periodista y columnista de opinión con más de cincuenta años de ejercicio habiéndome iniciado en La Hora Dominical. Enemigo por herencia de toda forma de dictadura y ahora comprometido para luchar contra la dictadura de la corrupción que empobrece y lastima a los guatemaltecos más necesitados, con el deseo de heredar un país distinto a mis 15 nietos.

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Stephen McFarland, quien fuera Embajador de Estados Unidos en Guatemala y mantiene una estrecha relación con nuestro país, participó ayer en el evento realizado por la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala previo al cese de sus actividades que ocurrirá el mes próximo. Y en su intervención relató su experiencia en Venezuela, donde trabajó en la época en que el chavismo tomó el control del país, explicando cómo la corrupción permitió que Chávez creara su propia dictadura por el debilitamiento de las instituciones y la pérdida de confianza de la ciudadanía en sus dirigentes políticos.

Y es que se ha hablado tanto de que la misma CICIG era un experimento de la izquierda que pretendía imponer un régimen como el de Venezuela que las palabras de McFarland tienen mayor importancia. Porque la verdad es que la ausencia de instituciones sólidas y de políticos confiables, no contaminados por la corrupción, es lo que allana el camino a las dictaduras. Simplemente pensemos en lo que puede ocurrir en el futuro de Guatemala con el descalabro de nuestro Sistema de Justicia, puesto que cualquier arranque dictatorial encontraría terreno fértil en un país donde los tribunales se venden, por definición y naturaleza, al mejor postor.

Los tres poderes del Estado de Guatemala están profundamente minados por la corrupción y ello los convierte en presa fácil de cualquier acción autoritaria porque, como he dicho tantas veces, la corrupción se convierte en el gran cohesionador de los más variados intereses. Hemos visto cómo en la lucha contra la CICIG se han unido los políticos, los magistrados, los diputados, el ejército y, por supuesto, el poderoso sector económico al que tanto urgía acabar con ese experimento porque resultó que hasta ellos, históricamente intocables, fueron arrollados por la lucha contra esa impunidad que favorece y alienta la corrupción.

La corrupción debilita la institucionalidad porque lo mismo que un inversionista que para poner una mina tiene que pagar un soborno, cualquier particular sabe que “tocando las teclas correctas” puede obtener lo que necesite y le venga en gana. Y cuando esa práctica se generaliza y se puede realizar en cualquiera de los Organismos del Estado, el colapso resulta inevitable porque más temprano que tarde puede surgir un demagogo que sepa explotar el cansancio de la gente para provocar un cambio que permita la instauración de la dictadura.

Hoy en Venezuela muchos se dan cuenta de las consecuencias de su complicidad con la corrupción previa al advenimiento de Chávez porque simplemente dejaron al país huérfano al fundir todos los poderes en el crisol del enriquecimiento ilícito y la acumulación de privilegios a cambio de sobornos. Lamentablemente el precio que ha pagado ese país y su sociedad es demasiado alto y sabrá Dios si algún día puede lograrse una correcta recuperación.

El día en que el narcotráfico muestre todo su poder y con su inagotable dinero se convierta en el amo y señor de la justicia, la legislación y la administración pública, nacional y local, los que hoy aplauden el fin de la lucha contra la impunidad pagarán todos los elotes que se comieron durante años de cómplice relación con los más pícaros vendepatrias.

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