Luis Fernández Molina
Merecen los arqueólogos mucho más reconocimiento del que se les brinda. Más agradecimientos de los que reciben. Trabajan tesoneramente en ámbitos difíciles y con enormes limitaciones, escarbando las raíces valiosas de un gran tesoro: nuestra identidad, nuestros orígenes. Alguien los calificó como expertos en la basura, buscadores de desperdicios, pues se concentran en los tiestos, residuos, tumbas, huesos, restos en general. Pero ello no los desanima, todo lo contrario. Cuando descubren un yacimiento, lo celebran con mayor regocijo que el que dispensarían los buscadores de oro cuando sus picas golpean una veta de mineral valioso. Digo lo anterior para que no suene a crítica cuanto expongo adelante, todo lo contrario. Aclarado lo anterior quiero referirme a algunos enigmas que quisiera que alguien me explicara.
El juego de pelota. Todas las ciudades mesoamericanas tenían juego de pelota. Varían mucho en cuanto a las medidas: de longitud, ancho, altura de los tableros, inclinación de los taludes, etc. Más que canchas deportivas tenían un significado místico que no hemos podido desentrañar. En todo caso se jugaba, sin usar las manos, con una pelota de caucho extraída de los árboles de chicle. Para ganar, la pelota debía pasar por unos aros de piedra colocados a ambos lados en la mitad del campo. Hasta ahí lo que nos enseñaron en secundaria. Ahora vienen las dudas. Esas pelotas de hule macizo, son muy pesadas, duras y no rebotan. Sin usar las manos ¿Cómo calcular los lanzamientos? ¿Con los hombros y caderas? Los ángulos de disparo son muy incómodos. En nuestro actual fútbol hay escasez de goles y eso aburre. ¿Qué sucedía si pasaban 3 horas sin anotar? ¿Seguían hasta que alguien anotara? Difícil. Encima, a los buenos jugadores los sacrificaban ¿De dónde iban a salir otros talentosos tipo Messi? Otros estudiosos representan el juego como una especie de voleibol moderno solo que a nivel del suelo. ¿Cuál es la recreación correcta?
Las “monedas” antiguas. En varios museos arqueológicos, incluyendo el nuestro, muestran maquetas que representan un típico día de mercado. Aparecen multitudes de compradores frente a muchos puestos de venta. Con fino detalle se muestran productos: pavos, venados, pieles, maíz, chilacayotes, comida preparada, etc. Hoy día se repiten esos escenarios en nuestros días de mercado (en Chichicastenango ha habido mercado desde hace tres mil años en forma continua). Pero ahora es fácil comerciar: el dinero es divisible en billetes de diferentes denominaciones o bien monedas. Pero antes ¿Cómo hacían? Nos enseñaron que usaban cacao y plumas de quetzal. Ello supondría que cada comprador llevara, a guisa de cartera, su “bolsita” de pepitas. ¿Qué variedad y tamaño de cacao? ¿En qué estado de maduración? Se descomponen rápido. Es claro que, en el fondo, es un trueque pero ¿qué parámetros habría para fijar el precio de diez tomates? Al final del día, el vendedor exitoso ¿Qué haría con las muchas pepitas que recibió en pago? En resumen, hay algo que falta de explicar en este cuadro.
El montículo de la culebra y el acueducto. Los terremotos que destruyeron La Antigua sacudieron en 1773. A unos 5 años estaba en pleno la construcción en el Valle de La Ermita, en el Parque Central. El acueducto –obra monumental– se empezó en 1776, aprovechando un montículo que pobladores antiguos habían dejado. ¿Qué pobladores? Y ¿Para qué ese montículo artificial tan extenso? Y los canales llevarían agua desde Pinula hasta Miraflores (Roosevelt). Pero ¡ahí había unos lagos! ¿Para qué llevar agua a los lagos? ¿Por qué no llevarla directamente al centro de la nueva ciudad? ¿Había pozos? Hay muchas más interrogantes.