Grecia Aguilera

Periodista, escritora, filósofa y musicóloga. Excelsa poeta laureada. Orden Ixmukané, Orden de la Estrella de Italia, Homenaje del Programa Cívico Permanente de Banco Industrial, Embajadora y Mensajera de la Paz.

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Grecia Aguilera

“Pasada la lluvia sobreviene la espejería, está sobre el pavimento, cada una refleja el disco de agua del sol. El sol se multiplica como otros tantos Budas, y entre más clara el agua más diáfana la devolución del resplandor, son como conciencias o mentes humanas, entre más humanas y elevadas, reflejan la fulgencia de su Creador. ¿Es que somos meros charcos en donde sólo un poco de fango se revuelve? Depende de si eso queremos ser. También podemos ser el agua de lluvia con los espejos azul celestes… Ha amanecido un pálido cobalto con unas nubecillas ingenuas, nubecillas inocentes como la primera niñez, sueño infantil recostado sobre una ilusión transparente. Al fondo se eleva una verde palmera, celeste y palmera consuenan. Pureza del aire que invita una aspiración mística. Por instantes sobre las ramas y las hojas se multiplica la diminuta cristalería. ¿Quién abrió de mañana, semejante móvil y fugaz joyería? ¡Aderezos de brillantes, ramos de desvanecidos zafiros! ¿Zafiros? ¿Quién los reduce a tal o cual composición mineral? Muy simple, como resumir al hombre en un complejo fisiológico, muy sencillo. Pero ese zafiro fulgura y esplende, espíritu de la gema. Y en el hombre privan la mente y la razón, el espíritu lo sublima. Arde la claridad solar, y miles y miles de ojos luminosos nos sonríen. Si nos ponemos a cierta distancia deslumbran, cuestión de proporción para la vista. Así como la belleza y el amor no requieren análisis, sino asumirlos desde su natural armonía, no tenemos por qué meter el escalpelo freudiano. Amor, una titilación de ternura, de idealismo, de soñación. El Amado, la Amada. Doble tintinabulación de campanitas de rubí, de diamante, de topacio. Y en cada gota hay una campanita, vivid como el rocío, siendo luz de alma y mente antes que avidez de sumergirse en el lodo de sí mismo. Tras el fuerte aguacero de la noche se ha rejuvenecido el ambiente, es ese juvenecer que todos podemos con solo ascender dentro de uno mismo, hacia la propia atmósfera para aspirar un aire superior. ¡Cuán frágiles pedrerías! Anheláramos tomarlas y forjar unos pendientes o unos collares para Ella, la que pasa por el viento tornasol y vibrátil. Cómo lucirán si pudiesen fijarse con sus tembladoras luminiscencias. Porque son como lágrimas que sonríen, porque son sonrisas de ilusión que se desprenden en lágrimas maravillosas… Los duraznos cuelgan, están húmedos y lucen amarillo rosados. Siempre nos maravilla la transformación de un punto determinado del tallo en flor y luego en fruto, todo en la Creación tiene de mágico o milagroso. La ciencia resulta árida para explicar el milagro continuo del mundo, de la Naturaleza, de su diversificación. ¿Qué importa? El fruto es sabroso al paladar, la mujer es maravillosa en el amor. Una sonrisa de niño es arrebatadora, la mañana de serenidad de celofán azuloso es gloriosa y aspiramos el aire tibio y trémulo entre las hojas. La lluvia ha purificado el contorno, el sol mitiga su irradiación y nos la devuelve en los rebalses. Hay vapores, el agua caída se evapora y torna a su lar, la nube. Como el ser que se cree vencido y por medio de la evaporación de su espíritu torna a su elación, vuelve a ser otro en sí mismo… Todos los follajes están de júbilo, un júbilo discreto, mejor un gozo de la novedad; de convertir un nuevo día en un racimo de diamantes rútilos. Triste de quien no hace rutilar los tesoros de la mente o del alma, triste de quien no hace de sí mismo un amanecer tras haberse lavado de las viejas pesadumbres. La tierra se ilumina mirífica tras el aguacero, y la mañana nos ofrenda las dádivas del rocío, del azul celeste, de las nubes diáfanas, de las aguas tendidas con sus soles. ¿Podemos ser menos que todo esto?”

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