Mario Alberto Carrera
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¿Se puede conocer un ejemplo, más tosco y grosero del uso lingüístico –pero también de politiquería internacional– que el empleo a ultranza del término ¡posverdad!, como en la compraventa de unos aviones argentinos “Pampa III”, que seguramente y asimismo podrían ser titulados “Chocleros IV”?
En todo caso, estos aviones son fabricaditos en Córdova, provincia del brillante Lugones. Yo diría que los oriundos de aquellas tierras son más hábiles para preparar un mate y un asado de entraña, que para fabricar aviones. Por otra parte, añadido a lo que he dicho, a santo de qué Big Pitahaya se echa un viaje exprofeso al país sureño como si no tuviera nada que hacer en el propio. Además, viajan ministro y funcionarios de la cartera ad-hoc gastando –en viáticos y pasajes– miles y miles de quetzales que se necesitan en escuelas y en hospitales públicos donde la gente se muere literalmente del hambre como casi el 50% del resto de nacionales. Entretanto, Presidente y adláteres devoran asados y más asados –regados con ricos vinos argentinos o, a lo mejor, franceses: châteauneuf du pape (con boquitas de effexor y xanax para el Mandatario) mientras Macri redacta las últimas cláusulas de la venta de sus “avionetes”-choclo, quiero decir “Pampa III” que nos entubará.
Todo esto es pura posverdad. O sea la mentira disfrazada de verdad que a lo largo de la historia nacional nos han vendido como cierta.
Para construir la verdad hay que estar dispuesto a desbaratar el falso oropel en el lugar donde lo detectemos. Tarde es ya quizá para reconstruir las creencias más entrañables de la Guatemala profunda. En este sentido lo que han hecho algunos literatos es narrar historias a partir de “la verdad indígena”, pero desde la perspectiva del ladino demasiado sincretista: aculturizado; y que buscaba sobre todo el efecto estético del texto que borda para la posteridad. Es el caso plausible de Asturias que llenó de falsedad sus obras, para crearnos un mundo estético maravilloso que dibujara plenamente el realismo mágico. Menos aún han podido hacer –en este sentido– escribidores como Humberto Ak’Abal que falsificaron totalmente las lenguas que manejaban (y sus supuestas fuentes aborígenes) sin saber si (porque no tenían la cultura literaria indispensable) hacia hai kai japoneses o breves versos en un quiché que ya no puede ser literario, porque hace varios cientos de años que dejó de serlo; y, miles, si nos referimos al maya que nadie puede traducir, aunque muchos hoy dicen saber hacerlo, a partir del pobre abecedario que, a regañadientes, nos dejó Landa después de haber destruido todo en Yucatán.
Somos un país insular rodeado de posverdad. La pequeña y frágil isla llamada Guatemala es víctima permanente del engaño. El dolo, el embaucamiento, la encerrona y la engañifa han sido la mar que nos rodea. Nos venden unos aviones que han de estar al servicio de los gringos para que sus babys no consuman coca, pero los hemos de pagar nosotros con el sudor de nuestros arados deslomados y reventados.
Hemos de ir a unas elecciones de balotaje que se llaman libres, donde lo que hay que escoger son dos personas que, de entrada, no son idóneas según la ley. Los dos deben ayotes y los dos (pero sobre todo la mujer, debe más dinero al pueblo que el Cid a los judíos que se lo prestaron para la Reconquista).
El juego de la posverdad se pone de mayor manifiesto en este esperpéntico balotaje. Y lo peor es que hay que votar, “dice la posverdad”. O tal vez lo más aconsejable –en esta ínsula del pecado– es que nos dediquemos a hackers, que aquí ya nadie distingue tampoco el bien del mal.
Sin valores.