Para quienes ponen en duda que la corrupción se haya convertido en un oprobioso régimen político que concentra todo el poder y se pasa la legalidad por el arco del triunfo, lo ocurrido ayer en la Corte Suprema de Justicia en el caso de Felipe Alejos es una muestra categórica de cómo esa corrupción se ha adueñado de toda la institucionalidad, incluyendo a las mismas Cortes encargadas de administrar la justicia, y cierra filas para proteger a sus actores de cualquier señalamiento. Lejos quedan aquellos tiempos en los que el trabajo de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala y el Ministerio Público lograron sacudir los cimientos de un sistema podrido porque ahora, sin el menor rubor, los integrantes de la CSJ protegen a uno de los sindicados simplemente porque es uno de los más destacados actores de esa nueva forma de dictadura.

El control de la corrupción es tan absoluto que quienes aspiran a ser tomados en cuenta en la conformación de la próxima Corte Suprema de Justicia y de las Cortes de Apelaciones, tienen que ponerse de alfombra de los que harán la elección y por ello todos los integrantes del real y tangible Pacto de Corruptos se encuentran debidamente blindados. Es la forma en que se ha diseñado el funcionamiento de esa Dictadura que surge como reacción a los embates que sufrieron desde hace cuatro años los pícaros de todo tipo que se han enriquecido haciendo negocios en y con el Estado, además de quienes, vía el financiamiento electoral, se aseguran privilegios absolutos.

La democracia, para funcionar, requiere el más profundo apego a la ley que se convierte en el gran rasero para garantizar la igualdad de todos los seres humanos. Pero cuando desde el mismo Estado se promueve y alienta la violación de la ley y la burla a la justicia, no puede hablarse de democracia porque esas formas de autoritarismo son parte de lo que conocemos como dictaduras.

Ciertamente los jueces no son infalibles y pueden darse resoluciones alejadas de la legalidad, pero cuando de manera sistemática se produce esa constante de fallos a favor de los sindicados, siempre y cuando sean parte del sistema, ya no hablamos de errores judiciales sino de una perversidad en la administración de justicia que, tarde o temprano, pasará enorme factura a toda la ciudadanía, aún a aquellos que desde la sombran alientan esos comportamientos buscando su propio beneficio, pues la destrucción de la legalidad termina siendo incontrolable porque significa no sólo la destrucción de las responsabilidades, sino ultimadamente de los derechos.

Redacción La Hora

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